Prometí escribir solo si no las veía. Y así fue. No ocurría algo así desde finales de mayo, cuatro meses atrás. Zarpamos de Gloucester, un pequeño y coqueto pueblo costero de Nueva Inglaterra, a 30 millas al noreste de Boston. Hacía viento, y el sol distante y fresco era acogedor. Nos explican las diferencias entre las ballenas dentadas y desdentadas, y nos enseñan las barbas queratinosas de las ballenas jorobadas. Salimos hacia el Stellwagen Bank National Marine Sanctuary, una reserva natural donde es “casi imposible perderse el espectáculo natural de ver varias ballenas alimentarse acompañadas por sus crías”, según la publicidad. “Las vamos a ver por decenas”, digo. La cándida mirada de mis padres, de visita, era ya todo un poema. Así que decidí continuar con la poesía y mientras traducía del inglés aderezaba los comentarios con toques líricos y dramáticos por aquí y por allá. “Saltan, a veces chocan contra el casco del barco, no es bueno tratar de alimentarlas (¿cómo vamos a alimentar una ballena, pienso mientras suelto semejante tontería, con cacahuetes o pistachos?). ¡¡Ojo, mucho ojo!!”, repito ante la atónita mirada del resto del pasaje que no entiende ni el español ni mis aspavientos. Al salir de la bahía nos encontramos con un crucero del tamaño de una ciudad flotante. En el último piso de la cubierta, enrejado, un tipo juega a baloncesto. ¡Mirad, un tío jugando a baloncesto en un trasatlántico”, señaló con el dedo como si fuese una ballena azul o una orca asesina dando saltos mortales para el regocijo de los observadores.
A la hora de navegación, el capitán habla por el acatarrado sistema de megafonía. “Por favor, todo el mundo atento, a partir de acá entramos en territorio ballenero”. Nadie se levanta porque el mar está juguetón, y uno de los pasajeros bromea al comentar que quizá con unas cervezas podrían equilibrar el bamboleo. No me río. Yo busco las ballenas. A estribor, a babor. Proa, popa. Hay un adolescente vomitando en la popa, encogido como un pinocho roto. Pienso en Pinocho y en las ballenas y en Gepeto y vuelve la emoción. Las ballenas. El viento nos despeina las ideas, y comemos unos bocadillos de jamón y queso que actúan como calmantes. Entra el sopor. ¿Las ballenas?, me comentan con sorna mis acompañantes. En mar abierto vemos un par de gaviotas. Me da vergüenza señalarlas en un viaje de observación de uno “de las especies de mayor envergadura del reino animal”. Bajamos al bar a por una cerveza. Hay una pareja de fotógrafos, marido y mujer, de los que cuelgan lentes y objetivos por todos lados. Tienen guantes especiales, pero no sé para que sirven. Tomamos la cerveza. Nos sentamos a estribor y me pongo las gafas para que no se pueda ver mi estupor. No hay ballenas a la vista. Llevamos dos horas y media. “Agucen la mirada”, repite el capitán. Suspiro, y entro en uno de los camarotes donde tienen varios libros con ilustraciones a todo color de todo tipo de ballenas. Leo sus hábitos de alimentación y de reproducción, su estructura ósea, su comportamiento amoroso. Y miro hacia el horizonte marino en el que sobresalen, tímidamente, olas del tamaño de un mísero canelón. Me echo una siesta, y al despertar ya estamos de camino de regreso hacia Gloucester. Alguien dice haber visto una foca. Nos dan un ticket en blanco para que volvamos en otra ocasión. Mis padres sonríen con un sarcasmo que proviene de la otra orilla del Atlántico, y pasan de largo. Olga los recoge con pragmatismo. Yo, último, me tropiezo al tratar de saltar del barco a tierra firme.