Los zapatos que bailan solos. Para bailar unos y para pasear, otros. A finales de noviembre, en un pueblo de cuyo nombre no termino de olvidarme. Floyd, cinco horas al suroeste de Washington, en un valle que linda con Tennessee, Kentucky y Virginia, y donde lo único que ocurre son estos bailes los viernes, al caer la noche. Las gentes del lugar, virginianos de cuello rosado y papada republicana, salen a las calles, normalmente vacías, para tocar sus violines y sus contrabajos, sus guitarras y sus banjos mientras devoran toneladas de pasteles y beben tés fuertes y cafés suaves hasta las once de la noche. Abuelos, adolescentes, hombres maduros, mujeres encintas, todos bailan al son de una música, el bluegrass, que dicen surgió aquí, durante el siglo XVIII. En las laderas de la cordillera de los Apalaches, fueron a parar inmigrantes europeos y desharrapados varios (si es que no es una misma cosa).
Un lugar remoto en esa época. Lejos de los puertos marítimos del noreste como Philadelphia, Baltimore o Nueva York, perdido tras los montes, y en el que sus habitantes se dedicaron a fusionar canciones tradicionales de sus lugares de origen para matar el rato y encontrar concubina. Suecos, austríacos, alemanes, hugonotes, escoceses, irlandeses, eslovacos juntaron unas sillas y comenzaron a tocar, y a tocar. Alguien se ocupaba del café y del té. (Es difícil encontrar alcohol en Floyd, signo de que tuvo que ser un problema importante). Poco más se podía hacer en el lugar, quizá cazar osos y bajar a la mina: los osos siguen, las minas cerraron décadas atrás. Dice la leyenda que en su peculiar mezcla de gorgoritos, vertiginosos punteos de banjo y pesadas notas de contrabajo como martillazos se encuentra el origen de lo que ahora se llama "country music". Dicen muchas cosas, que es la mejor manera de ocultar la verdad. Lo cierto es que las composiciones no cuentan con piano, porque transportar un piano a Floyd o Meadows of Dam debía de ser un horror o una pérdida de tiempo o las dos cosas en aquellos tiempos. Además, a los lugareños no les gusta el piano. Por eso, agarran el banjo y se ponen a rasgar las cuerdas de metal como si les fuese la vida en ello. Y quizá les va. Así llevan toda la vida, como los abuelos de sus abuelos. Sus esposas danzan con gracia y garbo. Como gallinas orgullosas. Los pocos que las tratamos de imitar, parecemos pollos descabezados.
Al fondo del escenario, un hombre con la envergadura de un oso grizzly toca un violín minúsculo del tamaño de un zapato de mujer. Bailamos, de nuevo.
La vida en Floyd es rosada.