sábado, 21 de enero de 2012

Pero qué gracejo tienen las mujeres de Virginia al bailar bluegrass!

Los zapatos que bailan solos. Para bailar unos y para pasear, otros. A finales de noviembre, en un pueblo de cuyo nombre no termino de olvidarme. Floyd, cinco horas al suroeste de Washington, en un valle que linda con Tennessee, Kentucky y Virginia, y donde lo único que ocurre son estos bailes los viernes, al caer la noche. Las gentes del lugar, virginianos de cuello rosado y papada republicana,  salen a las calles, normalmente vacías, para tocar sus violines y sus contrabajos, sus guitarras y sus banjos mientras devoran toneladas de pasteles y beben tés fuertes y cafés suaves hasta las once de la noche. Abuelos, adolescentes, hombres maduros, mujeres encintas, todos bailan al son de una música, el bluegrass, que dicen surgió aquí, durante el siglo XVIII. En las laderas de la cordillera de los Apalaches, fueron a parar inmigrantes europeos y desharrapados varios (si es que no es una misma cosa).

Un lugar remoto en esa época. Lejos de los puertos marítimos del noreste como Philadelphia, Baltimore o Nueva York, perdido tras los montes, y en el que sus habitantes se dedicaron a fusionar canciones tradicionales de sus lugares de origen para matar el rato y encontrar concubina. Suecos, austríacos, alemanes, hugonotes, escoceses, irlandeses, eslovacos juntaron unas sillas y comenzaron a tocar, y a tocar. Alguien se ocupaba del café y del té. (Es difícil encontrar alcohol en Floyd, signo de que tuvo que ser un problema importante). Poco más se podía hacer en el lugar, quizá cazar osos y bajar a la mina: los osos siguen, las minas cerraron décadas atrás. Dice la leyenda que en su peculiar mezcla de gorgoritos, vertiginosos punteos de banjo y pesadas notas de contrabajo como martillazos se encuentra el origen de lo que ahora se llama "country music". Dicen muchas cosas, que es la mejor manera de ocultar la verdad. Lo cierto es que las composiciones no cuentan con piano, porque transportar un piano a Floyd o Meadows of Dam debía de ser un horror o una pérdida de tiempo o las dos cosas en aquellos tiempos. Además, a los lugareños no les gusta el piano. Por eso, agarran el banjo y se ponen a rasgar las cuerdas de metal como si les fuese la vida en ello. Y quizá les va. Así llevan toda la vida, como los abuelos de sus abuelos. Sus esposas danzan con gracia y garbo. Como gallinas orgullosas. Los pocos que las tratamos de imitar, parecemos pollos descabezados.
Al fondo del escenario, un hombre con la envergadura de un oso grizzly toca un violín minúsculo del tamaño de un zapato de mujer. Bailamos, de nuevo.

La vida en Floyd es rosada.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La esclarecedora historia del cigarrillo no pagado a la puerta de un bar en EEUU

En pocos sitios la historia del tabaco está tan ligada a la historia de un país como en Estados Unidos. Son lo que son, en gran medida, por las enormes plantaciones de tabaco y su consiguiente modelado socioeconómico. La guerra civil y la esclavitud están enclavadas en la próspera industria del tabaco que conformó a Estados Unidos en la misma medida que Hollywood, el telégrafo, las comisiones bancarias, los hippies y el ketchup. Por es es curioso asistir a uno de los hechos más fascinantes que ofrece la cultura noctámbula estadounidense contemporánea, que se desencadena en torno a un cigarillo.

En Estados Unidos fumar en cualquier recinto interior no solo es ilegal si no que es considerado como un acto de supina mala educación (algo así como una flatulencia a destiempo en un recinto sagrado). Como aquí son unos legalistas, todo el mundo cumple con el ritual de salir a la calle a fumar cuando se está de copas. Se fuma, se tirita (por el frío) y se conversa. En esa extraña sociología del fumador nocturno de exteriores, en la que también se incluyen los amigos de fumadores que acompañan al actor o actriz principal, se producen varios hechos económico-teatrales. El más fascinante, y en el que me centraré hoy, es el del ritual de liberalismo comercial,  fijación de precios y diálogo entre culturas que se produce a la puerta de un bar en este país al que se denomina por siglas EEUU. Quizá el último de su extirpe, desde la disolución de la no siempre bien ponderada, URSS.

En cuanto se pisa la calle, se resopla (el frío es inequívoco). Se saca un cigarrillo e, inmediatamente, acuden una o dos personas a solicitar un cigarrillo extra. Viniendo del sur de Europa, es un acto de lo más común y que no goza de especial importancia en la sociología urbana. Sin embargo, a este lado del Atlántico, desemboca en una ristra de asombrosos eventos bien enraizados en la historia y la economía local. El europeo, sin intercambiar el mítico eye-contact del que hablan los personajes de las novelas yanquis, extiende un brazo y ofrece el cigarrillo con cierto automatismo. Aquí irrumpe el falso pudor puritano que caracteriza a todos los republicanos y a una gran parte de los demócratas del paÍs. El o la estadounidense antes de cogerlo sacará al viento un billete de un dólar (el siguiente, de 5 dólares es excesivo: no hay billete de 2) y lo agitará en un gesto grácil de esgrima a modo de pago. El estadounidense es incapaz de concebir que haya algo gratis. Lo gratis le parece estúpido, o peor, maligno. Así que, cuando el europeo cabecea con condescencia y murmura algo similar a nevermind-noproblem-it´sallright, el o la estadounidense dan un par de saltitos hacia atrás como si fuese una embestida o el aire estuviese súbitamente contaminado. Y vuelve a contraatacar, con cara de incomprensió, con el billetito de dólar y un sonrisa como un paréntesis boca abajo. El europeo, condescendiente, responde jovialmente "come on!". Entonces, y en un enrevesado giro conceptual el estadounidense acepta el cigarrillo pero, si y solo si, confirma que el donante no es estadounidense. Sin esta confirmación, jamás aceptará el cigarrillo. Necesita contextualizar lo ocurrido. Es que es europeo, es que es cojo, es que es un extraterrestre, razonará. Tras la confirmación, resoplará a su vez, y pasará a informar al europeo o europea en cuestión sobre el viaje de su tío abuelo a Lloret de Mar en los años 60 o que su padre era de la extinta Yugoslavia.

Tras unos breves minutos de estúpida e insustancial conversación (uno de los artes estadounidenses por excelencia), Europa volverá y agitará la cabeza, intercambiará un par de miradas de, esta vez sí, sustancial densidad con su interlocutor o interlocutora. Y sentenciará: "creo que necesito otra copa". Y así, sucesivamente.

domingo, 23 de octubre de 2011

Prometí escribir solo si no veía ballenas en Gloucester, Nueva Inglaterra

Prometí escribir solo si no las veía. Y así fue. No ocurría algo así desde finales de mayo, cuatro meses atrás. Zarpamos de Gloucester, un pequeño y coqueto pueblo costero de Nueva Inglaterra, a 30 millas al noreste de Boston. Hacía viento, y el sol distante y fresco era acogedor. Nos explican las diferencias entre las ballenas dentadas y desdentadas, y nos enseñan las barbas queratinosas de las ballenas jorobadas. Salimos hacia el  Stellwagen Bank National Marine Sanctuary, una reserva  natural donde es “casi imposible perderse el espectáculo natural de ver varias ballenas alimentarse acompañadas por sus crías”, según la publicidad. “Las vamos a ver por decenas”,  digo. La cándida mirada de mis padres, de visita, era ya todo un poema. Así que decidí continuar con la poesía y mientras traducía del inglés aderezaba los comentarios con toques líricos y dramáticos por aquí y por allá. “Saltan, a veces chocan contra el casco del barco, no es bueno tratar de alimentarlas (¿cómo vamos a alimentar una ballena, pienso mientras suelto semejante tontería, con cacahuetes o pistachos?). ¡¡Ojo, mucho ojo!!”, repito ante la atónita mirada del resto del pasaje que no entiende ni el español ni mis aspavientos. Al salir de la bahía nos encontramos con un crucero del tamaño de una ciudad flotante. En el último piso de la cubierta, enrejado, un tipo juega a baloncesto. ¡Mirad, un tío jugando a baloncesto en un trasatlántico”, señaló con el dedo como si fuese una ballena azul o una orca asesina dando saltos mortales para el regocijo de los observadores.

 A la hora de navegación, el capitán habla por el acatarrado sistema de megafonía. “Por favor, todo el mundo atento, a partir de acá entramos en territorio ballenero”. Nadie se levanta porque el mar está juguetón, y uno de los pasajeros bromea al comentar que quizá con unas cervezas podrían equilibrar el bamboleo. No me río. Yo busco las ballenas. A estribor, a babor. Proa, popa. Hay un adolescente vomitando en la popa, encogido como un pinocho roto. Pienso en Pinocho y en las ballenas y en Gepeto y vuelve la emoción. Las ballenas. El viento nos despeina las ideas, y comemos unos bocadillos de jamón y queso que actúan como calmantes. Entra el sopor. ¿Las ballenas?, me comentan con sorna mis acompañantes. En mar abierto vemos un par de gaviotas. Me da vergüenza señalarlas en un viaje de observación de uno “de las especies de mayor envergadura del reino animal”. Bajamos al bar a por una cerveza. Hay una pareja de fotógrafos, marido y mujer, de los que cuelgan lentes y objetivos por todos lados. Tienen guantes especiales, pero no sé para que sirven. Tomamos la cerveza. Nos sentamos a estribor y me pongo las gafas para que no se pueda ver mi estupor. No hay ballenas a la vista. Llevamos dos horas y media. “Agucen la mirada”, repite el capitán. Suspiro, y entro en uno de los camarotes donde tienen varios libros con ilustraciones a todo color de todo tipo de ballenas. Leo sus hábitos de alimentación y de reproducción, su estructura ósea, su comportamiento amoroso. Y miro hacia el horizonte marino en el que sobresalen, tímidamente, olas del tamaño de un mísero canelón. Me echo una siesta, y al despertar ya estamos de camino de regreso hacia Gloucester. Alguien dice haber visto una foca. Nos dan un ticket en blanco para que volvamos en otra ocasión. Mis padres sonríen con un sarcasmo que proviene de la otra orilla del Atlántico, y pasan de largo. Olga los recoge con pragmatismo. Yo, último, me tropiezo al tratar de saltar del barco a tierra firme. 

lunes, 3 de octubre de 2011

La primera página del diario Cape Cod Times, de Massachusetts

Cape Cod es un lugar extraño y hermoso en el que todo el mundo parece estar esperando por algo o, justo al contrario, parece no esperar nada. Está en el sureste de Massachusetts. En el porche de una de esas casas de madera que parecen construídas para esperar, frente al perfil del Atlántico que no estoy muy acostumbrado a ver, cayó en mis manos la edición del viernes 30 de septiembre del diario local "Cape Cod Times". Asombrado, leí el titular y luego lo releí y después lo leí en alto mientras traducía al español algo muy parecido a esto.

"Policía: Prostitutas retienen perro como rescate"

Centerville, Cape Cod.- Ladybug, un Yorkshire terrier de 4 años de color negro y pardo, puede que haya aprendido algunos trucos en las últimas semanas.

El perro de un kilo y medio de peso permanece retenido como rescate por dos prostitutas desde el 15 de agosto, quienes estuvieron visitando al hijo de la dueña de Ladybug en la casa familiar en Centerville y supuestamente se llevaron al perro a modo de pago, de acuerdo con la policía y la víctima.


La pérdida de Ladybug fue devastadora, dijo la propietaria del perro de 84 años, quien recientemente había sufrido un ataque cardíaco y considera a Ladybug como una importante parte de su vida.


"Es casi como un perro lazarillo", afirmó la mujer, que lloraba repeditamente ante el destino del perro.


El hijo no ha sido acusado de ningún crimen relacionado con el suceso, aseguró la policía, y el Cape Cod Times no publica los nombres de él o la mujer para proteger su identidad.


Dentro de su casa, la mujer dijo al Times que ella adoptó a Ladybug cuando apenas tenía ocho semanas y que era el perro más listo que ella había tenido en su vida. Aunque posee también un gato de 21 años, no tiene más compañía y tiene dificultades para moverse.


La mujer, quien contactó con el Cape Cod Times poco después de la desaparición del perro, indicó que ella estaba en la cama cuando las dos mujeres acudieron a su casa esa noche.


La mujer cree que el perro está retenido en algún lugar fuera de Cape Cod.


En una entrevista poco después del secuestro del perro, el hijo de la mujer explicó a este periódico que había contactado con las mujeres de compañía a través de una página web Backpage, que ofrece servicios eróticos.


Aunque el hombre aseguró que no solicitó ningún servicio de las mujeres, reconoció haber utilizado señoritas de compañía previamente.


La policía informó que creen que el hombre entregó al perro a modo de pago por los servicios de las mujeres.


Aunque aseguró no conocer los nombres de las mujeres, explicó que fue capaz de contactar con ellas y que pidieron 1.000 dólares por devolver a Ladybug. Cuando volvió a contactar con ellas,  incrementaron su petición de rescate a 2.500 dólares.


La policía ha señalado que por el momento ha sido incapaz de encontrar al cachorro y que se han quedado sin pistas.


Backpage es un popular sitio on line que ofrece todo tipo de servicios.


La propietaria de Ladybug está menos interesada en los detalles de la prostitución por internet que en recuperar a su peludo compañero.


"La mayor parte del tiempo simplemente lloro", confesó entre lágrimas.

lunes, 5 de septiembre de 2011

California es del color de los destellos que provoca el sol en las monedas de dólar

El stop sí que lo hicimos. La Pacific 1, que recorre en forma de paralela con curvas la costa californiana entre Los Ángeles y San Francisco, es una hermosa carretera pensada para el cambio de marchas automático y durante la cual el pie izquierdo del conductor queda sumido en las más profundas digresiones existenciales durante millas y millas. Si quieren saber en qué piensa un pie izquierdo: alquilen o compren un coche en California durante al menos una semana. Es una experiencia gratificante para el resto del cuerpo, excepto para el pie derecho, claro. El Pacífico solo tiene de tal el nombre, pero eso es algo que solo se percibe con el culo una vez dentro del agua, desde fuera tiene esa apariencia de regia mansedumbre que confundió a los primeros viajeros. Nosotros, en agosto de 2011, podríamos ser clasificados sin posibilidad de apelación en el heterógeneo grupo de los últimos viajeros. Aunque los californianos de pura cepa te dirán que allí todos son viajeros, mientras subrayan que allí el sol siempre se acuesta a dormir en el mar y que su objetivo en la vida es sentirse "vivos". En fin. Los californianos dicen muchas tonterías, y ese es uno de sus grandes atractivos. En la costa este, sin embargo, se escucharán muchas más sensateces. Algo, en mi opinión, no muy digno de elogio. Cada uno que escoja, si es que en estos tiempos alguien puede escoger.

Decía que sí que hicimos el stop, lo que no cumplimos fue con el límite de velocidad, porque en California los límites o los llevas dentro o no los llevas. Corríamos por una de las interestatales camino al Parque Nacional de Yosemite, allí donde los osos bajan todas las noches en busca de bolsas de patatas fritas, jalapeños, y latas de refrescos a los campamentos. Hacia uno de esos campamentos en los que  los boquiabiertos visitantes (nuestras bocas en forma de O mayúscula) escuchan las historias de osos que abren los coches con suavidad felina y se relamen ante los restos de costillas de cerdo con salsa barbacoa antes de limpiarse con servilletas también tomadas prestadas. En la radio sonaba una de las hermosas canciones compuestas por Leiber & Stolller, de esas en las que las tonterías y las sensateces van de la mano durante tres minutos y medio hasta hacerle a uno llorar; a un lado y a otro enormes extensiones de campos sembrados de trigo y soja y maíz y en los que pastaba un ganado con musculatura de jugadores de esa cosa rara e insustancial llamada fútbol americano.

Decía que no cumplíamos con el límite de velocidad de 55 millas. A sabiendas, claro está. Cuando veo en el retrovisor un coche de policía como de juguete acercándose a ritmo trepidante y con todas sus luces encendidas en plena mañana californiana. Azul-rojo-azul-rojo. Casaban, curiosamente, con el ritmo radiofónico. Dedico unos segundos a disfrutar con la afortunada coincidencia estética,  tras lo que me doy cuenta que el policía nos está haciendo señales a nosotros. Me detengo a un lado. Y veo salir del coche a un policía yanqui, no a uno cualquiera, sino al prototipo de policía. Rectangular e inexpugnable. Parpadeó y me quito las gafas de sol. En la memoria, lo que más me llama la atención es la precisión del planchado de los cuellos de su camisa.

- Le hemos registrado a 79 millas por hora. Por favor, licencia de conducción -, explica con lentitud a la vez que se echa ligeramente para atrás el sombre Stetson.

Bajo, le doy mi licencia y comienzo a explicarle que soy de España, que llevo poco en EEUU y que siempre se me olvida la diferencia entre el sistema métrico y el anglosajón para medir las distancias. Le digo además, que la última vez que vi una señal era de 70 millas.

- Eso era hace 30 millas - me dice con un gesto que equívoco de sorna. Y también me dice que slow down.

Mientras se da la vuelta espero que escupa tabaco al suelo,  o que alguien diga CORTEN o que una bola de paja corra arrastrada por el viento irrumpa entre nuestras figuras de duelistas sin ganas de disparar. Pero no.

jueves, 4 de agosto de 2011

El existencialismo de Paco, el perro de los amish

Siempre me ha parecido fascinante y algo terrorífica la constumbre de muchos propietarios de canes de emplear la primera persona para escribir mensajes firmados por sus animales, especialmente los adosados a las farolas y a los escaparates de mercerías y zapaterías y kioscos. Casi siempre para hablar de pérdidas o de adopciones perrunas. Aquí en los Estados Unidos de América, en la República Bolivariana de Venezuela o en el Principado de  Asturias.  Una paso más es el de Paco. Un perro que escribe en inglés con nombre hispano. En la calle principal de Lititz, uno de las principales comunidades amish de Pensylvania, leo el llamado existencialista de Paco.Y saco una foto.

(Los amish viven a su manera. Igual que yo vivo a la mía. Y Paco, me imagino, a la suya).

Al volante, conduciendo por las carreteras del condado de Lancaster, donde viven cerca de 70.000 amish que se instalaron en la zona a finales del siglo XVIII, dan ganas de tocar estruendosa y súbitamente el claxon para sobresaltar las carretas tiradas por caballos de los amish, que viajan en familias numerosas con barbas hirsutas y sus tirantes bien tirantes. Y pienso que cada uno escoge la manera más apropiada de perderse, porque de eso se trata, justo cuando contengo el puño a escasos centímetros de la bocina de mi coche de alquiler, y adelanto limpiamente a una nueva familia amish con el silencio de los motores diésel de inyección. Probablemente, Paco no se ha perdido; simplemente es que no quiere volver. Los amish, por su parte, asienten con la mirada fija en el horizonte ondulado de campos de maíz.