domingo, 27 de marzo de 2011

La trágica e iluminadora historia de la Sociedad de la Armonía del siglo XIX en Pensylvania



Esta es la vieja ciudad de Economía, previamente estaban Nueva Armonía, y la original Armonía. Fueron las tres ciudades construidas por la Sociedad de la Armonía, fundada en 1804 por George Rapp, en el sur de Pensylvania. Rapp era un pastor alemán (con barba pero sin bigote ni cola) que huyó de Baviera junto con 500 miembros de su comunidad Armónica. Muchos socialistas utópicos europeos viajaron a Estados Unidos a comienzos del siglo XIX con la idea de fundar en los nuevos territorios del otro lado del océano los paraísos terrenales prometidos por las Sagradas Escrituras. Rapp era uno de estos  iluminados, pero también era un tipo práctico. Tenía una fecha concreta para el regreso de Jesucristo: 1829. (Es una buena idea imponer algo de pragmatismo a los ensueños teológicos). Hasta 1829, todo fue bien en Armonía: trabajo, dedicación y fe ante la inminente llegada de Jesús. Les iba bien: buenos granjeros y agricultores, construyeron una pequeña ciudad de cerca de un millar de habitantes con todas las comodidades del momento. Todo era de todos. (Aunque la casa de Rapp siempre era un poco más grande que la de los demás. Pero, bueno, él era quien sabía cuando iba a llegar EXACTAMENTE Jesucristo). Se mudaron en 1814 a Nueva Armonía, tras vender Armonía a los menonitas (los iluminados del valle de al lado) por un buen dinero. En esa época en Estados Unidos lo que sobraba era espacio e iluminados (casi como ahora). En Nueva Armonía las cosas también les fueron bien: aplicados y disciplinados como eran, se hicieron rápidamente dueños del comercio en el Río Ohio: contruyeron parques, montaron orquestas y producían exquisita cerveza. Edificaron, además, un inmenso laberinto de arbustos como símbolo de la dificultad para encontrar la armonía. No eran unos descerebrados, no.

En 1829, sin embargo, como todos los que leáis estas líneas ya sabéis de sobra, Jesucristo no vino. Quizá lo hizo en otro lugar, pero no en Economía, donde se habían mudado en 1825 tras una nueva y rentable operación urbanística. A Rapp y a los suyos, obviamente, se les vino el mundo encima. Eran una escisión de los luteranos y  no llevaban  bien eso de mentir, y menos en algo relacionado con Jesucristo. Como además de luteranos y alemanes eran prágmáticos y nada tontos, decidieron mantener la comunidad socialista de Economía. Una cosa es que Jesucristo no llegue y otra mandar al carajo el esfuerzo de tres décadas de un plumazo. Quizá había sido un problema de fechas, se dijeron.

Jesucristo no llegó pero, lógicamente, alguien aprovechó la grieta en la credibilidad de Rapp para proponer una sucesión al frente de la Armonía que empezaba a titubear. El debate se centró en torno al celibato (ya que Jesús no viene, vamos a disfrutar un poco de las tentaciones terrestes). Los armonistas practicaban el celibato ya que, según Rapp, Jesucristo no tenía genitales (ni masculinos ni femeninos) y debía esperarse su llegada de la manera más pura posible: en su opinión, la procreación generaba "desarmonías". Tras una acolarada campaña electoral en la que no faltó el juego sucio ni diversas "licencias legislativas", ganó la opción de Rapp, aunque casi un tercio de los armonistas dejaron la comunidad. En la victoria, como tantas veces en la historia, se encontraba también el germen de su propia derrota. Rapp murió en 1847, aun esperando (también era paciente). Pero la vida en Economía continuó según los preceptos del fundador. Trabajo, celibato, y alguna cerveza ocasional. (Cuando afloraban las dudas, se iban al laberinto de la Armonía, preferentemente tras las cervezas)

Lo más interesante es el final. La Sociedad de la Armonía siguió fiel a su voto de no procreación, y también fieles a sus buenas dotes comerciales. La comunidad daba buenos dividendos. Sin embargo, había un problema acuciante. Los armonistas se estaban haciendo viejos y, claro, no podían confiar en siguientes generaciones de armonistas porque NO podían procrear. Los avejentados armonistas mantuvieron su tozudez iluminada y llegaron a las últimas décadas del siglo XIX contratando a trabajadores no armonistas para que laborasen el campo. Desgraciadamente, Jesucristo seguía sin venir, y lo que era peor, muchos de los armonistas habían MUERTO. La población fue diezmando progresivamente. En 1905, apenas quedaba menos de una decena de armonistas  quienes decidieron vender lo que quedaba de Economía. Los líderes de entonces, John y Sussana Duss, repartieron los beneficios, y se retiraron. No se puede decir que no lo intentaran.

Hoy Economía se llama Ambridge, y sigue en el sur de Pensylvania, aunque ya sin armonistas. El laberinto de la Armonía ha desaparecido.

martes, 15 de marzo de 2011

Un tupperware de lentejas atraviesa el escáner del Departamento de Estado

Siempre se acaba volviendo a las lentejas. Tanto como metáfora como rotundo plato de comida. El acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos es como se espera que sea el acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos: es decir, un coñazo. Cuando las cosas son un coñazo es, en muchas ocasiones, cuando uno aprende a mirar con mirada fresca y poética. En eso pensaba mientras me escaneaban de arriba abajo, de adelante atrás, de uno y otro perfil. Era un día hermoso y frío de marzo. Había cuatro agentes de seguridad en una sala acristalada de apenas cuatro por cuatro metros. Auscultan mis silueta en rayos X. Sin un gesto, ni bueno ni malo. Impertérritos tras sus gafas de sol a prueba de lanzallamas, me señalan la mochila.

- Lleva comida -  me dice uno de ellos, cualquiera, porque son todos iguales, intercambiables entre sí.
- Sí, lentejas - digo.
- Sáquela, por favor - me ordena con delicadeza y sin atisbo de agresividad, a pesar de tener esposas, y porra y varios revólveres alrededor de su cintura, y unos bíceps del tamaño de mi muslo.
Las saco, quiero decir, saco el tupperware donde llevo las lentejas (lentejas con arroz, patata, chorizo, brócoli y zanahoria).
- Ábralo - dice.
- ¿Que abra el tupperware? - me oigo decir. El sentido del ridículo, un sentido poco desarrollado por los estadounidenses (una de sus grandes virtudes), se agolpa cosquilleante en mi cogote criado en la Vieja Europa. Trago saliva.
- Sí, ábralo - Lo dice como quien relata la tabla de multiplicar.
Levanto la tapa de plástico color verde pistacho, y aparecen, como una revelación celestial, como un extraño mineral venido de otro planeta, las lentejas con arroz y patatas y zanahoria y brócoli. Me quedo unos segundos contemplando perplejo el tupperware abierto en medio de la sala de prensa de acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos.
- Ok, Ya puede cerrarlo. Adelante. Que tenga un buen día. Siguiente - dice el agente, y rompe el encantamiento, la magia del momento con un súbito machetazo de sentido común. Tardo unos minutos en recuperarme. Luego aparece Hillary Clinton, pero ésa ya es otra historia.

viernes, 4 de marzo de 2011

¿A qué suena Washington D.C?

Hoy le cedo la palabra al amigo Gil Scott-Heron: washingtoniano ilustre, poeta sin pluma y rey sin trono. Aquí nos explica la ciudad mientras pasea en un día de verano por las orillas del río Potomac. De su disco "Moving target", de 1982.