En pocos sitios la historia del tabaco está tan ligada a la historia de un país como en Estados Unidos. Son lo que son, en gran medida, por las enormes plantaciones de tabaco y su consiguiente modelado socioeconómico. La guerra civil y la esclavitud están enclavadas en la próspera industria del tabaco que conformó a Estados Unidos en la misma medida que Hollywood, el telégrafo, las comisiones bancarias, los hippies y el ketchup. Por es es curioso asistir a uno de los hechos más fascinantes que ofrece la cultura noctámbula estadounidense contemporánea, que se desencadena en torno a un cigarillo.
En Estados Unidos fumar en cualquier recinto interior no solo es ilegal si no que es considerado como un acto de supina mala educación (algo así como una flatulencia a destiempo en un recinto sagrado). Como aquí son unos legalistas, todo el mundo cumple con el ritual de salir a la calle a fumar cuando se está de copas. Se fuma, se tirita (por el frío) y se conversa. En esa extraña sociología del fumador nocturno de exteriores, en la que también se incluyen los amigos de fumadores que acompañan al actor o actriz principal, se producen varios hechos económico-teatrales. El más fascinante, y en el que me centraré hoy, es el del ritual de liberalismo comercial, fijación de precios y diálogo entre culturas que se produce a la puerta de un bar en este país al que se denomina por siglas EEUU. Quizá el último de su extirpe, desde la disolución de la no siempre bien ponderada, URSS.
En cuanto se pisa la calle, se resopla (el frío es inequívoco). Se saca un cigarrillo e, inmediatamente, acuden una o dos personas a solicitar un cigarrillo extra. Viniendo del sur de Europa, es un acto de lo más común y que no goza de especial importancia en la sociología urbana. Sin embargo, a este lado del Atlántico, desemboca en una ristra de asombrosos eventos bien enraizados en la historia y la economía local. El europeo, sin intercambiar el mítico eye-contact del que hablan los personajes de las novelas yanquis, extiende un brazo y ofrece el cigarrillo con cierto automatismo. Aquí irrumpe el falso pudor puritano que caracteriza a todos los republicanos y a una gran parte de los demócratas del paÍs. El o la estadounidense antes de cogerlo sacará al viento un billete de un dólar (el siguiente, de 5 dólares es excesivo: no hay billete de 2) y lo agitará en un gesto grácil de esgrima a modo de pago. El estadounidense es incapaz de concebir que haya algo gratis. Lo gratis le parece estúpido, o peor, maligno. Así que, cuando el europeo cabecea con condescencia y murmura algo similar a nevermind-noproblem-it´sallright, el o la estadounidense dan un par de saltitos hacia atrás como si fuese una embestida o el aire estuviese súbitamente contaminado. Y vuelve a contraatacar, con cara de incomprensió, con el billetito de dólar y un sonrisa como un paréntesis boca abajo. El europeo, condescendiente, responde jovialmente "come on!". Entonces, y en un enrevesado giro conceptual el estadounidense acepta el cigarrillo pero, si y solo si, confirma que el donante no es estadounidense. Sin esta confirmación, jamás aceptará el cigarrillo. Necesita contextualizar lo ocurrido. Es que es europeo, es que es cojo, es que es un extraterrestre, razonará. Tras la confirmación, resoplará a su vez, y pasará a informar al europeo o europea en cuestión sobre el viaje de su tío abuelo a Lloret de Mar en los años 60 o que su padre era de la extinta Yugoslavia.
Tras unos breves minutos de estúpida e insustancial conversación (uno de los artes estadounidenses por excelencia), Europa volverá y agitará la cabeza, intercambiará un par de miradas de, esta vez sí, sustancial densidad con su interlocutor o interlocutora. Y sentenciará: "creo que necesito otra copa". Y así, sucesivamente.
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