El stop sí que lo hicimos. La Pacific 1, que recorre en forma de paralela con curvas la costa californiana entre Los Ángeles y San Francisco, es una hermosa carretera pensada para el cambio de marchas automático y durante la cual el pie izquierdo del conductor queda sumido en las más profundas digresiones existenciales durante millas y millas. Si quieren saber en qué piensa un pie izquierdo: alquilen o compren un coche en California durante al menos una semana. Es una experiencia gratificante para el resto del cuerpo, excepto para el pie derecho, claro. El Pacífico solo tiene de tal el nombre, pero eso es algo que solo se percibe con el culo una vez dentro del agua, desde fuera tiene esa apariencia de regia mansedumbre que confundió a los primeros viajeros. Nosotros, en agosto de 2011, podríamos ser clasificados sin posibilidad de apelación en el heterógeneo grupo de los últimos viajeros. Aunque los californianos de pura cepa te dirán que allí todos son viajeros, mientras subrayan que allí el sol siempre se acuesta a dormir en el mar y que su objetivo en la vida es sentirse "vivos". En fin. Los californianos dicen muchas tonterías, y ese es uno de sus grandes atractivos. En la costa este, sin embargo, se escucharán muchas más sensateces. Algo, en mi opinión, no muy digno de elogio. Cada uno que escoja, si es que en estos tiempos alguien puede escoger.
Decía que sí que hicimos el stop, lo que no cumplimos fue con el límite de velocidad, porque en California los límites o los llevas dentro o no los llevas. Corríamos por una de las interestatales camino al Parque Nacional de Yosemite, allí donde los osos bajan todas las noches en busca de bolsas de patatas fritas, jalapeños, y latas de refrescos a los campamentos. Hacia uno de esos campamentos en los que los boquiabiertos visitantes (nuestras bocas en forma de O mayúscula) escuchan las historias de osos que abren los coches con suavidad felina y se relamen ante los restos de costillas de cerdo con salsa barbacoa antes de limpiarse con servilletas también tomadas prestadas. En la radio sonaba una de las hermosas canciones compuestas por Leiber & Stolller, de esas en las que las tonterías y las sensateces van de la mano durante tres minutos y medio hasta hacerle a uno llorar; a un lado y a otro enormes extensiones de campos sembrados de trigo y soja y maíz y en los que pastaba un ganado con musculatura de jugadores de esa cosa rara e insustancial llamada fútbol americano.
Decía que no cumplíamos con el límite de velocidad de 55 millas. A sabiendas, claro está. Cuando veo en el retrovisor un coche de policía como de juguete acercándose a ritmo trepidante y con todas sus luces encendidas en plena mañana californiana. Azul-rojo-azul-rojo. Casaban, curiosamente, con el ritmo radiofónico. Dedico unos segundos a disfrutar con la afortunada coincidencia estética, tras lo que me doy cuenta que el policía nos está haciendo señales a nosotros. Me detengo a un lado. Y veo salir del coche a un policía yanqui, no a uno cualquiera, sino al prototipo de policía. Rectangular e inexpugnable. Parpadeó y me quito las gafas de sol. En la memoria, lo que más me llama la atención es la precisión del planchado de los cuellos de su camisa.
- Le hemos registrado a 79 millas por hora. Por favor, licencia de conducción -, explica con lentitud a la vez que se echa ligeramente para atrás el sombre Stetson.
Bajo, le doy mi licencia y comienzo a explicarle que soy de España, que llevo poco en EEUU y que siempre se me olvida la diferencia entre el sistema métrico y el anglosajón para medir las distancias. Le digo además, que la última vez que vi una señal era de 70 millas.
- Eso era hace 30 millas - me dice con un gesto que equívoco de sorna. Y también me dice que slow down.
Mientras se da la vuelta espero que escupa tabaco al suelo, o que alguien diga CORTEN o que una bola de paja corra arrastrada por el viento irrumpa entre nuestras figuras de duelistas sin ganas de disparar. Pero no.
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