Siempre me ha parecido fascinante y algo terrorífica la constumbre de muchos propietarios de canes de emplear la primera persona para escribir mensajes firmados por sus animales, especialmente los adosados a las farolas y a los escaparates de mercerías y zapaterías y kioscos. Casi siempre para hablar de pérdidas o de adopciones perrunas. Aquí en los Estados Unidos de América, en la República Bolivariana de Venezuela o en el Principado de Asturias. Una paso más es el de Paco. Un perro que escribe en inglés con nombre hispano. En la calle principal de Lititz, uno de las principales comunidades amish de Pensylvania, leo el llamado existencialista de Paco.Y saco una foto.
(Los amish viven a su manera. Igual que yo vivo a la mía. Y Paco, me imagino, a la suya).
Al volante, conduciendo por las carreteras del condado de Lancaster, donde viven cerca de 70.000 amish que se instalaron en la zona a finales del siglo XVIII, dan ganas de tocar estruendosa y súbitamente el claxon para sobresaltar las carretas tiradas por caballos de los amish, que viajan en familias numerosas con barbas hirsutas y sus tirantes bien tirantes. Y pienso que cada uno escoge la manera más apropiada de perderse, porque de eso se trata, justo cuando contengo el puño a escasos centímetros de la bocina de mi coche de alquiler, y adelanto limpiamente a una nueva familia amish con el silencio de los motores diésel de inyección. Probablemente, Paco no se ha perdido; simplemente es que no quiere volver. Los amish, por su parte, asienten con la mirada fija en el horizonte ondulado de campos de maíz.
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