En la azucarada maqueta de merengue y caramelo que es Georgetown, una especie de casa de muñecas de las buenas intenciones y lo políticamente correcto, vive el demonio. Gracias a Dios, y afortunadamente, se podría añadir. Lo digo sin ofender. Aunque sea por compensar. (Aún recuerdo con claridad mi ceremonia católica de Confirmación, en la iglesia del pueblo, allá por la última década del siglo pasado, cuando el párroco me preguntó si creía en la existencia del Ángel Caído. Y respondí con seriedad, acierto y determinanción, ocultando no sin esfuerzo las ganas de sonreír de mi incipiente bigote adolescente: "Sí, creo").
El demonio habita en la 3600 de Prospect Street, en el noroeste de la ciudad, muy cerca del río Potomac. Estas son las escaleras donde se filmó El Exorcista, allá por 1973. La gente visita el Capitolio y luego se va a tomar un helado "donde el Exorcista". Lo dicen esas Biblias laicas de la posmodernidad que son las guías turísticas. También claramente los billetes de dólar se refieren a la cuestión: "In God we trust" (En Dios confiamos). Y, mientras tanto, los washingtonianos bajan y suben las escalares, sin saber a qué atenerse, al calor estéril de los flashes de las cámaras digitales de los turistas universales, parpadeando deslumbrados por los destellos fugaces.
yo por si acaso, no las subiría ni las bajaría. Meten mieu polacabeza.
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