domingo, 27 de febrero de 2011

Los policías imitan a la televisión en el Distrito de Columbia

El taxista habla con uno de esos extraños aparatos que parecen caracoles digitales engarzados  en la oreja. "Manos libres, en el volante", me dice con los brazos alzados. Estamos en el cruce de la V con la 16, medianoche de un jueves. Un coche de policía yanqui que acaba de adelantarnos saltándose un semáforo en rojo, con las luces parpadenado en azul y rojo, frena y coloca la marcha atrás. Retrocede, y se pone a nuestra altura. Con mirada que ya he visto mil veces en el cine (uno de los problemas de EEUU es que ya has visto todo, ABSOLUTAMENTE TODO, antes de llegar, en la pantalla de cine), lanza un exhaustivo repaso ocular del taxista. Que alza, de nuevo, las manos y sonríe."Buenas noches, oficial. ¿Algún problema?". El policía, claro, no sonríe, está prohibido por ley. "Pensé que estaba hablando por teléfono mientras conducía. Conduzca con cuidado y responsabilidad. Buenas noches", dice sin un cigarrillo en la boca pero como si tuviese la brasa de uno a punto de quemarle los labios. La vida imita a la televisión en EE.UU, pienso. Finalmente, el oficial de la policía del Distrito de Columbia arranca y se salta otro semáforo en rojo.

- Ve, amigo, cómo funcionan los policías aquí. No tienen nada que hacer, no quieren perseguir a los verdaderos criminales de Capitol Hill y se dedican a molestar a los taxistas. Pero, por lo menos, aquí se puede hablar con los policías. Conversan, dialogan, ¿sabe a lo que me refiero? De donde yo vengo, no ocurre así. Tienes que pagar, sobornar. O te dan una paliza. Siempre quieren dinero. Aquí el dinero no funciona con los policías. Es una pena. Amigo, parece mentira, pero a veces echo de menos los sobornos.Jajaajajaja. ¿Que de donde vengo? Del oeste de Oriente, amigo. Del oeste de Oriente. ¿Y ustéd?-, me dice conversando a través del espejo retrovisor.
- ¿Yo? Del sur del norte-, respondo. Al llegar a casa, trato de imaginarme un mapa dibujado con las indicaciones que acabamos de darnos mutuamente. Sin éxito, claro.

martes, 22 de febrero de 2011

Las alubias rojas y el arroz y todo ese jazz de Nueva Orleans

En la edición del jueves 16 de julio de 1981 del Washington Post, aparecían varias recetas sobre cómo se cocinan las alubias rojas con arroz en Nueva Orleans.

"Algunos las prefieren cocinadas como un puré, otros insisten en que deben cocinarse enteras. Algunos las cuecen con apio, otros argumentan que añadir apio "hace que todo sepa como a sopa". También hay gente que ponen a remojo las alubias la noche antes, y otras las vuelven a rehogar con cerveza tras la noche bajo el agua. Hat que gente las come con pan de maíz y otros , en cambio, con baguettes. Algunos las comen frías, untadas sobre pan de sándwich. Pero en Nueva Orleans, hay algunas normas que no aceptan discusión. Hay que comer las alubias rojas los lunes. Incluso las escuelas públicas las sirven una vez a la semana. Y sobre todas las cosas, todo el mundo en Nueva Orleans sabe que nadie en la ciudad cocina las alubias rojas tan bien como ellos mismos".

Hace dos semanas, en 2011, me compré este disco de la Eureka Brass Band de Nueva Orleans en Sam Records, un pequeño sótano en la esquina de la calle 14 y la U del noroeste de Washington. El mismo vinilo que escucho ahora mientras tecleo. Me costó 5 dólares con 99 centavos. Fue publicado originalmente por el sello Atlantic en 1962. El día que lo saqué para escucharlo por primera vez, se cayó el recorte del Washington Post arriba mencionado, bajo el título "Cocinando alubias rojas y arroz y tocando todo ese jazz". El disco tiene, por tanto, 49 años. El recorte de prensa casi 30. Entre medias, yo, con 32. ¿Qué fue de la persona que lo compró entonces y, tiempo después, se decidió a venderlo, tras guardar dentro el recorte de prensa de las alubias? ¿Se olvidó entonces de que lo había guardado o era un mensaje para futuros amantes del jazz y las alubias rojas del siglo XXI?   

miércoles, 16 de febrero de 2011

La peculiar educación vial de las ardillas de Adams Morgan

En Washington hay miles de ardillas. La pasada semana, en la calle 18, en el barrio de Adams Morgan,  me crucé con una ardilla estadounidense que atravesaba la calle por un paso de cebra. Pude haberlo soñado, desde luego, pero juraría que esperó a que estuviese el semáforo en verde para avanzar. Y que me lanzó una mirada de desaprobación al ver que yo comenzaba a caminar con el disco aún en rojo. Estuve a punto de voltearme y pedirle disculpas. En inglés, claro. No lo hice y esa noche no pude conciliar el sueño hasta bien entrada la noche.

sábado, 12 de febrero de 2011

La ciudad con más espías del planeta

Es Washington D.C. Así te reciben en el maravilloso Museo del Espía, al lado de Chinatown. En Washington hay todos los museos que te puedas imaginar, y todos son gratis. La causa hay que buscarla en un científico y filántropo británico, James Smithson, que, curiosamente, nunca puso un pie en Estados Unidos. Murió en 1829. En su testamento dejó escrito que si su sobrino, Henry James Hungerford, moría sin descendencia, toda su herencia y propiedades irían al Gobierno de EE.UU para crear una institución destinada a la "difusión del conocimiento entre los hombres". Su sobrino falleció sin hijos, claro. Por eso estoy escribiendo estas líneas. En fin, divago. A lo que iba. El  Museo del Espía no tiene nada que ver con Smithson y hay que pagar.  Pero merece la pena. Los espías en D.C son tan buenos que aún no he visto ninguno. En el museo aprendes a camuflarte e inventarte una identidad falsa (como si la propia no fuese ya bastante falsa de por sí) y a enviar mensajes encriptados y a desconfiar de todos y de todo. Es sumamente instructivo sobre la naturaleza humana. Te cuentan las historias de espías pasados y presentes. Y aprendes a mirar con el cogote sin girar la nuca. Los motivos del espía se clasifican, básicamente, en tres categorías: por rencor, por dinero y por ideología política. La tercera categoría siempre me ha parecido la más difusa y endeble. Las otras dos poseen una rotundidad inapelable, creo. Hablo en términos de naturaleza humana, repito. Sólo hay que echarle un vistazo a cualquier libro de historia medianamente competente.

Lo que más me llamó la atención fue la historia de la Guerra Fría que acatarró a los espías de las dos potencias resultantes de la II Guerra Mundial: URSS y EEUU. A finales de los 60, para tratar de descongelar las relaciones y poner algo de teatro la ya bastante teatral trama, Moscú y Washington decidieron firmar un documento para la construcción de sus respectivas embajadas en territorio "enemigo". Tardaron más de 20 años en completar el trabajo porque los servicios secretos de ambos países no paraban de encontrarse, mutuamente, micrófonos, compartimentos secretos y otros cachivaches sospechosos. Claro, uno se lo echaba en cara al otro y amenzaba con sanciones diplomáticas, pero de repente aparecía algo similar en la otra embajada. Un partido de ping-pong entre tipos con gafas de sol y gabardina, me imagino. Al final decidieron, dejar acabar las embajadas con un espionaje tolerable por ambas partes. El sentido común se impuso, o la impaciencia. El acuerdo para la construcción de ambas legaciones diplomáticas comenzaba hablando "desde la confianza y el respeto mutuo". Tal cual.

lunes, 7 de febrero de 2011

Acojonan los meteorólogos yanquis

Asustan. Los pronósticos del tiempo en Estados Unidos son una ciencia matemática. No fallan jamás. Asustan, más si cabe, si vienes de un país como España donde el pronóstico del tiempo es una ciencia de barra de bar, plagada de tiempos condicionales y en la que las pasiones están por encima, muy por encima, de los hechos. Como el fútbol.

Aquí no sólo aciertan a la hora de decir si va a llover o nevar. Aquí te dicen a qué hora va a empezar a llover o a nevar y cuándo va a parar. Desde mi ventana se ve la Casa Blanca, que aun cuando no nieva sigue siendo blanca. Ocurrió hace unas semanas. Los meteorólogos habían señalado que los primeros copos de nieve comenzarían a caer a las 5 de la tarde. A las 4.55 pm estábamos mirando por la ventana. No había copos, sólo una frágiles y difusas gotas de aguanieve habían caído a la hora de comer, sin dejar rastro. Yo, incrédulo, comenzaba a celebrar la victoria de mi escepticismo. Iluso, me dijeron, date al vuelta. Turn around. Eran las 5.01 pm y los copos de nieve cubrían el paisaje desde mi ventana como en uno de esas estúpidas esferas navideñas que tienes que dar la vuelta para que la escena idílica se llene de copos de nieve en miniatura. Ya no se veía la Casa Blanca. A  las 8.45 pm, la nieve remitiría. Lo hizo, claro, con puntualidad. Y yo caminé entre las calles nevadas con el miedo en el cuerpo, mirando hacia el cielo y las ventanas y dándome la vuelta, por si me espiaban. Buscando a los meteorólogos, que me imagino como duendes de rasgos monstruosos, ocupados entre probetas humeantes y extraños alambiques en sótanos oscuros apenas iluminados por la pálida luz de los ordenadores. Es de agradecer su precisión, desde luego hacen bien su trabajo, trato de tranquilizarme. Sin embargo, no puedo dejar de inquietarme. Como si pudiesen controlar y predecir también mi vida con sólo añadir un mechón de pelo o un trozo de uña a uno de sus estrambóticos aparatos. Acojonan los meteorólogos, me iba diciendo entre la ventisca de la tarde. Acojonan los meteorólogos yanquis, repito.

martes, 1 de febrero de 2011

La mujer que hizo que la ciudad de Washington se llame Washington

Es decir, la mujer de George Washington. Porque George Washington, padre de la patria, no tenía dinero ni posición social suficiente para convertirse en el primer presidente de los Estados Unidos de América, entre 1775 y 1783, por sí solo. Por ello, se arrimó a Martha Dandridge Custis, una opulenta viuda virginiana (de Virginia, quiero decir) con solvencia, tierras y reputación sobradas, con la que se casó, a los 27 años de edad (ella tenía la misma edad), en 1759. George, de la mano de Martha, llegó a ser lo que fue. El jefe militar que derrotó a los ingleses en la Guerra de la Independencia, y un capítulo aparte en todos los libros de texto de esta parte del mundo. No tuvieron hijos, pero criaron con "afecto y esmero" (o eso, al menos, dicen los historiadores), los dos hijos del primer matrimonio de Martha. Todavía se conserva la hacienda de Mount Vernon, al otro lado del río Potomac, donde se retiraron en 1783, y en la que pastan, aún hoy, unos cuantos centenares de ovejas y vacas. Lo sé porque llegamos hasta la puerta pero no nos dejaron pasar, llegamos tarde. Eran las tres de la tarde. Aquí se levantan antes y se acuestan antes. Lo hacen todo antes. Las ovejas, que vimos desde el otro lado de la garita donde se compra la entrada, pastaban tranquilamente bajo el sol otoñal. Era una escena idílica. Nosotros comíamos manzanas. Tampoco había mucha diferencia entre las ovejas y nosotros, la verdad.

En casa, a la noche, leí estas frases sobre George Washington que me impactaron notablemente:

"Siempre tuvo problemas con su aspecto. Nunca llevaba peluca, que consideraba indecorosa, pero se vestía y empolvaba su pelo cuidadosamente, y se lo ataba con un lazo de terciopelo llamado en la época "solitario". Se rompió los dientes cascando nueces de pequeño y los reemplazó por unos falsos de marfil de hipopótamo que era consciente que le desencajaban la mandíbula.. Odiaba la nueva costumbre americana de darse la mano con todo el mundo a modo de saludo, y en su lugar seguía haciendo reverencias. Podía lanzar piedras a enormes distancias y le gustaba mostrar este talento para impresionar a la gente".


Me parecen unas excelentes líneas para dibujar una biografía. Me gustaría saber qué opinaría Martha de ellas. En los retratos de Washington, si uno se acerca  lo suficiente, se pueden percibir, sucintamente, los dientes de marfil de hipopótamo. Parece que sonríe, pero no. En su caso, es totalmente pertinente la expresión: "sonrisa postiza".