Es Washington D.C. Así te reciben en el maravilloso Museo del Espía, al lado de Chinatown. En Washington hay todos los museos que te puedas imaginar, y todos son gratis. La causa hay que buscarla en un científico y filántropo británico, James Smithson, que, curiosamente, nunca puso un pie en Estados Unidos. Murió en 1829. En su testamento dejó escrito que si su sobrino, Henry James Hungerford, moría sin descendencia, toda su herencia y propiedades irían al Gobierno de EE.UU para crear una institución destinada a la "difusión del conocimiento entre los hombres". Su sobrino falleció sin hijos, claro. Por eso estoy escribiendo estas líneas. En fin, divago. A lo que iba. El Museo del Espía no tiene nada que ver con Smithson y hay que pagar. Pero merece la pena. Los espías en D.C son tan buenos que aún no he visto ninguno. En el museo aprendes a camuflarte e inventarte una identidad falsa (como si la propia no fuese ya bastante falsa de por sí) y a enviar mensajes encriptados y a desconfiar de todos y de todo. Es sumamente instructivo sobre la naturaleza humana. Te cuentan las historias de espías pasados y presentes. Y aprendes a mirar con el cogote sin girar la nuca. Los motivos del espía se clasifican, básicamente, en tres categorías: por rencor, por dinero y por ideología política. La tercera categoría siempre me ha parecido la más difusa y endeble. Las otras dos poseen una rotundidad inapelable, creo. Hablo en términos de naturaleza humana, repito. Sólo hay que echarle un vistazo a cualquier libro de historia medianamente competente.
Lo que más me llamó la atención fue la historia de la Guerra Fría que acatarró a los espías de las dos potencias resultantes de la II Guerra Mundial: URSS y EEUU. A finales de los 60, para tratar de descongelar las relaciones y poner algo de teatro la ya bastante teatral trama, Moscú y Washington decidieron firmar un documento para la construcción de sus respectivas embajadas en territorio "enemigo". Tardaron más de 20 años en completar el trabajo porque los servicios secretos de ambos países no paraban de encontrarse, mutuamente, micrófonos, compartimentos secretos y otros cachivaches sospechosos. Claro, uno se lo echaba en cara al otro y amenzaba con sanciones diplomáticas, pero de repente aparecía algo similar en la otra embajada. Un partido de ping-pong entre tipos con gafas de sol y gabardina, me imagino. Al final decidieron, dejar acabar las embajadas con un espionaje tolerable por ambas partes. El sentido común se impuso, o la impaciencia. El acuerdo para la construcción de ambas legaciones diplomáticas comenzaba hablando "desde la confianza y el respeto mutuo". Tal cual.
El museo más original en el que he estado, incluida la parte dedicada al espía catalán. Por cierto, una gozada de leer el blog.
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