En pocos sitios la historia del tabaco está tan ligada a la historia de un país como en Estados Unidos. Son lo que son, en gran medida, por las enormes plantaciones de tabaco y su consiguiente modelado socioeconómico. La guerra civil y la esclavitud están enclavadas en la próspera industria del tabaco que conformó a Estados Unidos en la misma medida que Hollywood, el telégrafo, las comisiones bancarias, los hippies y el ketchup. Por es es curioso asistir a uno de los hechos más fascinantes que ofrece la cultura noctámbula estadounidense contemporánea, que se desencadena en torno a un cigarillo.
En Estados Unidos fumar en cualquier recinto interior no solo es ilegal si no que es considerado como un acto de supina mala educación (algo así como una flatulencia a destiempo en un recinto sagrado). Como aquí son unos legalistas, todo el mundo cumple con el ritual de salir a la calle a fumar cuando se está de copas. Se fuma, se tirita (por el frío) y se conversa. En esa extraña sociología del fumador nocturno de exteriores, en la que también se incluyen los amigos de fumadores que acompañan al actor o actriz principal, se producen varios hechos económico-teatrales. El más fascinante, y en el que me centraré hoy, es el del ritual de liberalismo comercial, fijación de precios y diálogo entre culturas que se produce a la puerta de un bar en este país al que se denomina por siglas EEUU. Quizá el último de su extirpe, desde la disolución de la no siempre bien ponderada, URSS.
En cuanto se pisa la calle, se resopla (el frío es inequívoco). Se saca un cigarrillo e, inmediatamente, acuden una o dos personas a solicitar un cigarrillo extra. Viniendo del sur de Europa, es un acto de lo más común y que no goza de especial importancia en la sociología urbana. Sin embargo, a este lado del Atlántico, desemboca en una ristra de asombrosos eventos bien enraizados en la historia y la economía local. El europeo, sin intercambiar el mítico eye-contact del que hablan los personajes de las novelas yanquis, extiende un brazo y ofrece el cigarrillo con cierto automatismo. Aquí irrumpe el falso pudor puritano que caracteriza a todos los republicanos y a una gran parte de los demócratas del paÍs. El o la estadounidense antes de cogerlo sacará al viento un billete de un dólar (el siguiente, de 5 dólares es excesivo: no hay billete de 2) y lo agitará en un gesto grácil de esgrima a modo de pago. El estadounidense es incapaz de concebir que haya algo gratis. Lo gratis le parece estúpido, o peor, maligno. Así que, cuando el europeo cabecea con condescencia y murmura algo similar a nevermind-noproblem-it´sallright, el o la estadounidense dan un par de saltitos hacia atrás como si fuese una embestida o el aire estuviese súbitamente contaminado. Y vuelve a contraatacar, con cara de incomprensió, con el billetito de dólar y un sonrisa como un paréntesis boca abajo. El europeo, condescendiente, responde jovialmente "come on!". Entonces, y en un enrevesado giro conceptual el estadounidense acepta el cigarrillo pero, si y solo si, confirma que el donante no es estadounidense. Sin esta confirmación, jamás aceptará el cigarrillo. Necesita contextualizar lo ocurrido. Es que es europeo, es que es cojo, es que es un extraterrestre, razonará. Tras la confirmación, resoplará a su vez, y pasará a informar al europeo o europea en cuestión sobre el viaje de su tío abuelo a Lloret de Mar en los años 60 o que su padre era de la extinta Yugoslavia.
Tras unos breves minutos de estúpida e insustancial conversación (uno de los artes estadounidenses por excelencia), Europa volverá y agitará la cabeza, intercambiará un par de miradas de, esta vez sí, sustancial densidad con su interlocutor o interlocutora. Y sentenciará: "creo que necesito otra copa". Y así, sucesivamente.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
domingo, 23 de octubre de 2011
Prometí escribir solo si no veía ballenas en Gloucester, Nueva Inglaterra
Prometí escribir solo si no las veía. Y así fue. No ocurría algo así desde finales de mayo, cuatro meses atrás. Zarpamos de Gloucester, un pequeño y coqueto pueblo costero de Nueva Inglaterra, a 30 millas al noreste de Boston. Hacía viento, y el sol distante y fresco era acogedor. Nos explican las diferencias entre las ballenas dentadas y desdentadas, y nos enseñan las barbas queratinosas de las ballenas jorobadas. Salimos hacia el Stellwagen Bank National Marine Sanctuary, una reserva natural donde es “casi imposible perderse el espectáculo natural de ver varias ballenas alimentarse acompañadas por sus crías”, según la publicidad. “Las vamos a ver por decenas”, digo. La cándida mirada de mis padres, de visita, era ya todo un poema. Así que decidí continuar con la poesía y mientras traducía del inglés aderezaba los comentarios con toques líricos y dramáticos por aquí y por allá. “Saltan, a veces chocan contra el casco del barco, no es bueno tratar de alimentarlas (¿cómo vamos a alimentar una ballena, pienso mientras suelto semejante tontería, con cacahuetes o pistachos?). ¡¡Ojo, mucho ojo!!”, repito ante la atónita mirada del resto del pasaje que no entiende ni el español ni mis aspavientos. Al salir de la bahía nos encontramos con un crucero del tamaño de una ciudad flotante. En el último piso de la cubierta, enrejado, un tipo juega a baloncesto. ¡Mirad, un tío jugando a baloncesto en un trasatlántico”, señaló con el dedo como si fuese una ballena azul o una orca asesina dando saltos mortales para el regocijo de los observadores.
A la hora de navegación, el capitán habla por el acatarrado sistema de megafonía. “Por favor, todo el mundo atento, a partir de acá entramos en territorio ballenero”. Nadie se levanta porque el mar está juguetón, y uno de los pasajeros bromea al comentar que quizá con unas cervezas podrían equilibrar el bamboleo. No me río. Yo busco las ballenas. A estribor, a babor. Proa, popa. Hay un adolescente vomitando en la popa, encogido como un pinocho roto. Pienso en Pinocho y en las ballenas y en Gepeto y vuelve la emoción. Las ballenas. El viento nos despeina las ideas, y comemos unos bocadillos de jamón y queso que actúan como calmantes. Entra el sopor. ¿Las ballenas?, me comentan con sorna mis acompañantes. En mar abierto vemos un par de gaviotas. Me da vergüenza señalarlas en un viaje de observación de uno “de las especies de mayor envergadura del reino animal”. Bajamos al bar a por una cerveza. Hay una pareja de fotógrafos, marido y mujer, de los que cuelgan lentes y objetivos por todos lados. Tienen guantes especiales, pero no sé para que sirven. Tomamos la cerveza. Nos sentamos a estribor y me pongo las gafas para que no se pueda ver mi estupor. No hay ballenas a la vista. Llevamos dos horas y media. “Agucen la mirada”, repite el capitán. Suspiro, y entro en uno de los camarotes donde tienen varios libros con ilustraciones a todo color de todo tipo de ballenas. Leo sus hábitos de alimentación y de reproducción, su estructura ósea, su comportamiento amoroso. Y miro hacia el horizonte marino en el que sobresalen, tímidamente, olas del tamaño de un mísero canelón. Me echo una siesta, y al despertar ya estamos de camino de regreso hacia Gloucester. Alguien dice haber visto una foca. Nos dan un ticket en blanco para que volvamos en otra ocasión. Mis padres sonríen con un sarcasmo que proviene de la otra orilla del Atlántico, y pasan de largo. Olga los recoge con pragmatismo. Yo, último, me tropiezo al tratar de saltar del barco a tierra firme.
lunes, 3 de octubre de 2011
La primera página del diario Cape Cod Times, de Massachusetts
Cape Cod es un lugar extraño y hermoso en el que todo el mundo parece estar esperando por algo o, justo al contrario, parece no esperar nada. Está en el sureste de Massachusetts. En el porche de una de esas casas de madera que parecen construídas para esperar, frente al perfil del Atlántico que no estoy muy acostumbrado a ver, cayó en mis manos la edición del viernes 30 de septiembre del diario local "Cape Cod Times". Asombrado, leí el titular y luego lo releí y después lo leí en alto mientras traducía al español algo muy parecido a esto.
"Policía: Prostitutas retienen perro como rescate"
Centerville, Cape Cod.- Ladybug, un Yorkshire terrier de 4 años de color negro y pardo, puede que haya aprendido algunos trucos en las últimas semanas.
El perro de un kilo y medio de peso permanece retenido como rescate por dos prostitutas desde el 15 de agosto, quienes estuvieron visitando al hijo de la dueña de Ladybug en la casa familiar en Centerville y supuestamente se llevaron al perro a modo de pago, de acuerdo con la policía y la víctima.
La pérdida de Ladybug fue devastadora, dijo la propietaria del perro de 84 años, quien recientemente había sufrido un ataque cardíaco y considera a Ladybug como una importante parte de su vida.
"Es casi como un perro lazarillo", afirmó la mujer, que lloraba repeditamente ante el destino del perro.
El hijo no ha sido acusado de ningún crimen relacionado con el suceso, aseguró la policía, y el Cape Cod Times no publica los nombres de él o la mujer para proteger su identidad.
Dentro de su casa, la mujer dijo al Times que ella adoptó a Ladybug cuando apenas tenía ocho semanas y que era el perro más listo que ella había tenido en su vida. Aunque posee también un gato de 21 años, no tiene más compañía y tiene dificultades para moverse.
La mujer, quien contactó con el Cape Cod Times poco después de la desaparición del perro, indicó que ella estaba en la cama cuando las dos mujeres acudieron a su casa esa noche.
La mujer cree que el perro está retenido en algún lugar fuera de Cape Cod.
En una entrevista poco después del secuestro del perro, el hijo de la mujer explicó a este periódico que había contactado con las mujeres de compañía a través de una página web Backpage, que ofrece servicios eróticos.
Aunque el hombre aseguró que no solicitó ningún servicio de las mujeres, reconoció haber utilizado señoritas de compañía previamente.
La policía informó que creen que el hombre entregó al perro a modo de pago por los servicios de las mujeres.
Aunque aseguró no conocer los nombres de las mujeres, explicó que fue capaz de contactar con ellas y que pidieron 1.000 dólares por devolver a Ladybug. Cuando volvió a contactar con ellas, incrementaron su petición de rescate a 2.500 dólares.
La policía ha señalado que por el momento ha sido incapaz de encontrar al cachorro y que se han quedado sin pistas.
Backpage es un popular sitio on line que ofrece todo tipo de servicios.
La propietaria de Ladybug está menos interesada en los detalles de la prostitución por internet que en recuperar a su peludo compañero.
"La mayor parte del tiempo simplemente lloro", confesó entre lágrimas.
"Policía: Prostitutas retienen perro como rescate"
Centerville, Cape Cod.- Ladybug, un Yorkshire terrier de 4 años de color negro y pardo, puede que haya aprendido algunos trucos en las últimas semanas.
El perro de un kilo y medio de peso permanece retenido como rescate por dos prostitutas desde el 15 de agosto, quienes estuvieron visitando al hijo de la dueña de Ladybug en la casa familiar en Centerville y supuestamente se llevaron al perro a modo de pago, de acuerdo con la policía y la víctima.
La pérdida de Ladybug fue devastadora, dijo la propietaria del perro de 84 años, quien recientemente había sufrido un ataque cardíaco y considera a Ladybug como una importante parte de su vida.
"Es casi como un perro lazarillo", afirmó la mujer, que lloraba repeditamente ante el destino del perro.
El hijo no ha sido acusado de ningún crimen relacionado con el suceso, aseguró la policía, y el Cape Cod Times no publica los nombres de él o la mujer para proteger su identidad.
Dentro de su casa, la mujer dijo al Times que ella adoptó a Ladybug cuando apenas tenía ocho semanas y que era el perro más listo que ella había tenido en su vida. Aunque posee también un gato de 21 años, no tiene más compañía y tiene dificultades para moverse.
La mujer, quien contactó con el Cape Cod Times poco después de la desaparición del perro, indicó que ella estaba en la cama cuando las dos mujeres acudieron a su casa esa noche.
La mujer cree que el perro está retenido en algún lugar fuera de Cape Cod.
En una entrevista poco después del secuestro del perro, el hijo de la mujer explicó a este periódico que había contactado con las mujeres de compañía a través de una página web Backpage, que ofrece servicios eróticos.
Aunque el hombre aseguró que no solicitó ningún servicio de las mujeres, reconoció haber utilizado señoritas de compañía previamente.
La policía informó que creen que el hombre entregó al perro a modo de pago por los servicios de las mujeres.
Aunque aseguró no conocer los nombres de las mujeres, explicó que fue capaz de contactar con ellas y que pidieron 1.000 dólares por devolver a Ladybug. Cuando volvió a contactar con ellas, incrementaron su petición de rescate a 2.500 dólares.
La policía ha señalado que por el momento ha sido incapaz de encontrar al cachorro y que se han quedado sin pistas.
Backpage es un popular sitio on line que ofrece todo tipo de servicios.
La propietaria de Ladybug está menos interesada en los detalles de la prostitución por internet que en recuperar a su peludo compañero.
"La mayor parte del tiempo simplemente lloro", confesó entre lágrimas.
miércoles, 14 de septiembre de 2011
lunes, 5 de septiembre de 2011
California es del color de los destellos que provoca el sol en las monedas de dólar
El stop sí que lo hicimos. La Pacific 1, que recorre en forma de paralela con curvas la costa californiana entre Los Ángeles y San Francisco, es una hermosa carretera pensada para el cambio de marchas automático y durante la cual el pie izquierdo del conductor queda sumido en las más profundas digresiones existenciales durante millas y millas. Si quieren saber en qué piensa un pie izquierdo: alquilen o compren un coche en California durante al menos una semana. Es una experiencia gratificante para el resto del cuerpo, excepto para el pie derecho, claro. El Pacífico solo tiene de tal el nombre, pero eso es algo que solo se percibe con el culo una vez dentro del agua, desde fuera tiene esa apariencia de regia mansedumbre que confundió a los primeros viajeros. Nosotros, en agosto de 2011, podríamos ser clasificados sin posibilidad de apelación en el heterógeneo grupo de los últimos viajeros. Aunque los californianos de pura cepa te dirán que allí todos son viajeros, mientras subrayan que allí el sol siempre se acuesta a dormir en el mar y que su objetivo en la vida es sentirse "vivos". En fin. Los californianos dicen muchas tonterías, y ese es uno de sus grandes atractivos. En la costa este, sin embargo, se escucharán muchas más sensateces. Algo, en mi opinión, no muy digno de elogio. Cada uno que escoja, si es que en estos tiempos alguien puede escoger.
Decía que sí que hicimos el stop, lo que no cumplimos fue con el límite de velocidad, porque en California los límites o los llevas dentro o no los llevas. Corríamos por una de las interestatales camino al Parque Nacional de Yosemite, allí donde los osos bajan todas las noches en busca de bolsas de patatas fritas, jalapeños, y latas de refrescos a los campamentos. Hacia uno de esos campamentos en los que los boquiabiertos visitantes (nuestras bocas en forma de O mayúscula) escuchan las historias de osos que abren los coches con suavidad felina y se relamen ante los restos de costillas de cerdo con salsa barbacoa antes de limpiarse con servilletas también tomadas prestadas. En la radio sonaba una de las hermosas canciones compuestas por Leiber & Stolller, de esas en las que las tonterías y las sensateces van de la mano durante tres minutos y medio hasta hacerle a uno llorar; a un lado y a otro enormes extensiones de campos sembrados de trigo y soja y maíz y en los que pastaba un ganado con musculatura de jugadores de esa cosa rara e insustancial llamada fútbol americano.
Decía que no cumplíamos con el límite de velocidad de 55 millas. A sabiendas, claro está. Cuando veo en el retrovisor un coche de policía como de juguete acercándose a ritmo trepidante y con todas sus luces encendidas en plena mañana californiana. Azul-rojo-azul-rojo. Casaban, curiosamente, con el ritmo radiofónico. Dedico unos segundos a disfrutar con la afortunada coincidencia estética, tras lo que me doy cuenta que el policía nos está haciendo señales a nosotros. Me detengo a un lado. Y veo salir del coche a un policía yanqui, no a uno cualquiera, sino al prototipo de policía. Rectangular e inexpugnable. Parpadeó y me quito las gafas de sol. En la memoria, lo que más me llama la atención es la precisión del planchado de los cuellos de su camisa.
- Le hemos registrado a 79 millas por hora. Por favor, licencia de conducción -, explica con lentitud a la vez que se echa ligeramente para atrás el sombre Stetson.
Bajo, le doy mi licencia y comienzo a explicarle que soy de España, que llevo poco en EEUU y que siempre se me olvida la diferencia entre el sistema métrico y el anglosajón para medir las distancias. Le digo además, que la última vez que vi una señal era de 70 millas.
- Eso era hace 30 millas - me dice con un gesto que equívoco de sorna. Y también me dice que slow down.
Mientras se da la vuelta espero que escupa tabaco al suelo, o que alguien diga CORTEN o que una bola de paja corra arrastrada por el viento irrumpa entre nuestras figuras de duelistas sin ganas de disparar. Pero no.
Decía que sí que hicimos el stop, lo que no cumplimos fue con el límite de velocidad, porque en California los límites o los llevas dentro o no los llevas. Corríamos por una de las interestatales camino al Parque Nacional de Yosemite, allí donde los osos bajan todas las noches en busca de bolsas de patatas fritas, jalapeños, y latas de refrescos a los campamentos. Hacia uno de esos campamentos en los que los boquiabiertos visitantes (nuestras bocas en forma de O mayúscula) escuchan las historias de osos que abren los coches con suavidad felina y se relamen ante los restos de costillas de cerdo con salsa barbacoa antes de limpiarse con servilletas también tomadas prestadas. En la radio sonaba una de las hermosas canciones compuestas por Leiber & Stolller, de esas en las que las tonterías y las sensateces van de la mano durante tres minutos y medio hasta hacerle a uno llorar; a un lado y a otro enormes extensiones de campos sembrados de trigo y soja y maíz y en los que pastaba un ganado con musculatura de jugadores de esa cosa rara e insustancial llamada fútbol americano.
Decía que no cumplíamos con el límite de velocidad de 55 millas. A sabiendas, claro está. Cuando veo en el retrovisor un coche de policía como de juguete acercándose a ritmo trepidante y con todas sus luces encendidas en plena mañana californiana. Azul-rojo-azul-rojo. Casaban, curiosamente, con el ritmo radiofónico. Dedico unos segundos a disfrutar con la afortunada coincidencia estética, tras lo que me doy cuenta que el policía nos está haciendo señales a nosotros. Me detengo a un lado. Y veo salir del coche a un policía yanqui, no a uno cualquiera, sino al prototipo de policía. Rectangular e inexpugnable. Parpadeó y me quito las gafas de sol. En la memoria, lo que más me llama la atención es la precisión del planchado de los cuellos de su camisa.
- Le hemos registrado a 79 millas por hora. Por favor, licencia de conducción -, explica con lentitud a la vez que se echa ligeramente para atrás el sombre Stetson.
Bajo, le doy mi licencia y comienzo a explicarle que soy de España, que llevo poco en EEUU y que siempre se me olvida la diferencia entre el sistema métrico y el anglosajón para medir las distancias. Le digo además, que la última vez que vi una señal era de 70 millas.
- Eso era hace 30 millas - me dice con un gesto que equívoco de sorna. Y también me dice que slow down.
Mientras se da la vuelta espero que escupa tabaco al suelo, o que alguien diga CORTEN o que una bola de paja corra arrastrada por el viento irrumpa entre nuestras figuras de duelistas sin ganas de disparar. Pero no.
jueves, 4 de agosto de 2011
El existencialismo de Paco, el perro de los amish
Siempre me ha parecido fascinante y algo terrorífica la constumbre de muchos propietarios de canes de emplear la primera persona para escribir mensajes firmados por sus animales, especialmente los adosados a las farolas y a los escaparates de mercerías y zapaterías y kioscos. Casi siempre para hablar de pérdidas o de adopciones perrunas. Aquí en los Estados Unidos de América, en la República Bolivariana de Venezuela o en el Principado de Asturias. Una paso más es el de Paco. Un perro que escribe en inglés con nombre hispano. En la calle principal de Lititz, uno de las principales comunidades amish de Pensylvania, leo el llamado existencialista de Paco.Y saco una foto.
(Los amish viven a su manera. Igual que yo vivo a la mía. Y Paco, me imagino, a la suya).
Al volante, conduciendo por las carreteras del condado de Lancaster, donde viven cerca de 70.000 amish que se instalaron en la zona a finales del siglo XVIII, dan ganas de tocar estruendosa y súbitamente el claxon para sobresaltar las carretas tiradas por caballos de los amish, que viajan en familias numerosas con barbas hirsutas y sus tirantes bien tirantes. Y pienso que cada uno escoge la manera más apropiada de perderse, porque de eso se trata, justo cuando contengo el puño a escasos centímetros de la bocina de mi coche de alquiler, y adelanto limpiamente a una nueva familia amish con el silencio de los motores diésel de inyección. Probablemente, Paco no se ha perdido; simplemente es que no quiere volver. Los amish, por su parte, asienten con la mirada fija en el horizonte ondulado de campos de maíz.
(Los amish viven a su manera. Igual que yo vivo a la mía. Y Paco, me imagino, a la suya).
Al volante, conduciendo por las carreteras del condado de Lancaster, donde viven cerca de 70.000 amish que se instalaron en la zona a finales del siglo XVIII, dan ganas de tocar estruendosa y súbitamente el claxon para sobresaltar las carretas tiradas por caballos de los amish, que viajan en familias numerosas con barbas hirsutas y sus tirantes bien tirantes. Y pienso que cada uno escoge la manera más apropiada de perderse, porque de eso se trata, justo cuando contengo el puño a escasos centímetros de la bocina de mi coche de alquiler, y adelanto limpiamente a una nueva familia amish con el silencio de los motores diésel de inyección. Probablemente, Paco no se ha perdido; simplemente es que no quiere volver. Los amish, por su parte, asienten con la mirada fija en el horizonte ondulado de campos de maíz.
jueves, 23 de junio de 2011
Chiste de patos entre los memoriales de Roosevelt y Jefferson
A veces, uno, puede llegar a tener la impresión equivocada de que en Washington la historia, la Historia (con mayúscula de piedra , quiero decir), arrebata espacio al presente y su hermana bastarda, la cotidianeidad. O, al menos, algo así creí ver yo en la figura de este pato adormilado en el estanque que separa los memoriales de Roosevelt y Jefferson en el bochornoso mediodía de la capital del imperio. Inmediatamente, me vino a la cabeza un viejo (o nuevo, no tengo ni idea) chiste venezolano.
- ¿Qué hace un pato a una pata?- pregunta, circunspecto, un pato imaginario a otro pato imaginario
(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)
(levísimo redoble de tambores)
- Cojear - responde el mismo pato, ante el encongimiento de alas del segundo pato.
- ¿Qué hace un pato a una pata?- pregunta, circunspecto, un pato imaginario a otro pato imaginario
(tictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictactictac)
(levísimo redoble de tambores)
- Cojear - responde el mismo pato, ante el encongimiento de alas del segundo pato.
miércoles, 8 de junio de 2011
Las tetas de la National Gallery of Art producen alucinaciones
El pasado 4 de abril una señora de 53 años natural de Arlington, Virginia, cruzó el puente que separa Virginia de Washington D.C. fue a la National Gallery of Art, arrancó de la pared del museo un cuadro de Paul Gauguin que mostraba a dos mujeres con los pechos al aire y comenzó a golpearlo al grito de que "esta pintura es maligna". Fue detenida. Los pechos de la imagen de arriba están también en la National Gallery of Art, pero fueron pintados por el italiano Amadeo Modigliani. En la National Gallery of Art hay un montón de tetas al aire. Personalmente, las que pintó Modigliani son las que más me gustan. Volví hace poco al museo con la historia de la virginiana aún revoloteando en mi cabeza. Me quedé un buen rato observando detenidamente el lienzo de Modigliani, y llegué a la conclusión de que su reacción no andaba muy lejos de un halago exagerado, una especie de arrebato de éxtasis estético. Personalmente, digo. Luego investigué algo más. Esto fue lo que aparece en el acta judicial como las declaraciones de la virginiana tras su arresto. "Soy de la CIA, tengo una radio dentro de la cabeza". Está claro que el arte estimula el pensamiento.
martes, 31 de mayo de 2011
La democracia de los autobuses entre Washington y Nueva York
De la democracia en Estados Unidos han hablado muchos y más sabios que yo. En más de una ocasión, se ha puesto como modelo y ejemplo universal. Los expertos suelen citar al francés Alexis de Tocqueville y su obra "De la democracia en América", publicada en 1840. No lo he leído. Recuerdo que una vez los compré (son dos tomos), y utilicé uno de ellos para equilibrar una estantería coja. Olvidé la estantería y olvidé el libro. Siempre quise leerlo: pero era consciente de que si lo cojía, se caía la estantería y con ella el resto de libros. Así de inapelable es la física. Renuncié, por tanto, a leerlo. Ahora que vivo en Estados Unidos, me hubiera venido bien tenerlo a mano para echarle una lectura de vez en cuando. El libro, según recuerdo por la contraportada, es una asombrada celebración del sistema democrático estadounidense en el siglo XIX. Todo esto viene a cuento de uno de esos acontecimientos que le dejan a uno boquiabierto y hacen pensar en la importancia de esa ciencia (a veces justamente olvidada, cierto) que es antropología cultural.
Cada día decenas de autobuses realizan la ruta Washington D.C-Nueva York en ambos sentidos. Tarda cerca de cuatro horas y media, en función de esas variable metafísica conocida vulgarmente como "el tráfico". La verdad es que funciona de puta madre. Por 25 dólares, te deja en Manhattan, en la calle 33 con la Séptima, o en Dupont Circle, en la Massachussetts, en Washington. Atraviesa Maryland, Delaware (una estado diminuto que vive de sus bajos impuestos y de que la autopista a Nueva York hace un desvío para pasar por allí donde, casualmente, han puesto un peaje de pago), Nueva Jersey y Nueva York. El paisaje no es bonito. Ni feo. Lo hermoso es la llegada a Nueva York desde el oeste, por el río Hudson, en cuya silueta de rascacielos siempre espero la aparición de Spiderman (sin suerte por ahora).
Pues bien, en la compañía de autobuses DC2NY se produce una curioso acontecimiento una vez que todos los pasajeros se han sentado. Aparece el tipo que gestiona los billetes a través de su iPhone, agarra un micrófono y comienza a hablar. "Blablabla... Hoy tenemos dos películas, una comedia romántica "Cartas para Julia" y una de ciencia ficción "Yo soy el número cuatro". Por favor, aquellos que QUIERAN película que levanten la mano. (Se produce una rápida votación a mano alzada). Aquellos que NO quieran película que levanten la mano (Se produce una rápida votación de oposición). Por el momento, siempre ha ganado la opción "sí". Son muy cinéfilos. A continuación, se vota la película. También a mano alzada. Aquí la votación suele ser más cerrada. Y confusa.
Los estadounidenses son demócratas y cinéfilos pero no tontos. Así que en ocasiones, y ante lo reñido del voto, algunos pasajeros experimentados y maliciosos levantan ambas manos para influenciar astutamente en la votación. El tipo que gestiona los billetes con un iPhone lo sabe. Y advierte rotundo con retirar el voto a los que tratan de votar dos veces, a modo de imparcial Junta Electoral. Ordena repetir la votación con calma y firmeza. Los agraviados, descubiertos, bajan la cabeza y aceptan la norma.
No conozco a Tocqueville, pero estoy seguro que le hubiera gustado ir en uno de estos buses entre Washington D.C. y Nueva York. Aunque quizá fuese de los que votaría siempre "no" a la película, sin éxito, para enfrascarse en su libro aún por escribir.
Cada día decenas de autobuses realizan la ruta Washington D.C-Nueva York en ambos sentidos. Tarda cerca de cuatro horas y media, en función de esas variable metafísica conocida vulgarmente como "el tráfico". La verdad es que funciona de puta madre. Por 25 dólares, te deja en Manhattan, en la calle 33 con la Séptima, o en Dupont Circle, en la Massachussetts, en Washington. Atraviesa Maryland, Delaware (una estado diminuto que vive de sus bajos impuestos y de que la autopista a Nueva York hace un desvío para pasar por allí donde, casualmente, han puesto un peaje de pago), Nueva Jersey y Nueva York. El paisaje no es bonito. Ni feo. Lo hermoso es la llegada a Nueva York desde el oeste, por el río Hudson, en cuya silueta de rascacielos siempre espero la aparición de Spiderman (sin suerte por ahora).
Pues bien, en la compañía de autobuses DC2NY se produce una curioso acontecimiento una vez que todos los pasajeros se han sentado. Aparece el tipo que gestiona los billetes a través de su iPhone, agarra un micrófono y comienza a hablar. "Blablabla... Hoy tenemos dos películas, una comedia romántica "Cartas para Julia" y una de ciencia ficción "Yo soy el número cuatro". Por favor, aquellos que QUIERAN película que levanten la mano. (Se produce una rápida votación a mano alzada). Aquellos que NO quieran película que levanten la mano (Se produce una rápida votación de oposición). Por el momento, siempre ha ganado la opción "sí". Son muy cinéfilos. A continuación, se vota la película. También a mano alzada. Aquí la votación suele ser más cerrada. Y confusa.
Los estadounidenses son demócratas y cinéfilos pero no tontos. Así que en ocasiones, y ante lo reñido del voto, algunos pasajeros experimentados y maliciosos levantan ambas manos para influenciar astutamente en la votación. El tipo que gestiona los billetes con un iPhone lo sabe. Y advierte rotundo con retirar el voto a los que tratan de votar dos veces, a modo de imparcial Junta Electoral. Ordena repetir la votación con calma y firmeza. Los agraviados, descubiertos, bajan la cabeza y aceptan la norma.
No conozco a Tocqueville, pero estoy seguro que le hubiera gustado ir en uno de estos buses entre Washington D.C. y Nueva York. Aunque quizá fuese de los que votaría siempre "no" a la película, sin éxito, para enfrascarse en su libro aún por escribir.
martes, 17 de mayo de 2011
Carne o pescado
Las últimas cenas de los más recientes ejecutados en EEUU. Los Departamentos de Correccionales de los estados de EEUU pasan la información detallada de las ejecuciones en las que se siempre, siempre, se precisa los platos del último menú solicitado por el reo. En lo que van de año van 15 ejecutados. En 2010, fueron un total de 46.
Benny Joe Stevens, de 62 años y sentenciado a muerte por el asesinato de cuatro personas (su ex mujer, el novio de ésta, la hija de su ex mujer de 11 años y una amiga de 10 años de ésta que estaba de visita en la casa) pidió bagre, patatas fritas, costillas de ternera, ensalada de col, helado de vainilla y coca-cola. En la penitenciaría de Parchaman, en Misisipi.
William Glen Boyd, de 45 y sentenciado a muerte por el asesinato de un matrimonio de ancianos, pidió un plato de muslos de pollo, patatas fritas, salsa de manzana, tomates verdes fritos y zumo de naranja. En la penitenciaría de Holman, en Alabama.
Otro día hablo de cadáveres enterrados en el mar de no se sabe dónde y de lo que ocurre en las suites de un hotel de Manhattan cuando entra una mucama sin avisar. Hoy me duele la barriga.
Benny Joe Stevens, de 62 años y sentenciado a muerte por el asesinato de cuatro personas (su ex mujer, el novio de ésta, la hija de su ex mujer de 11 años y una amiga de 10 años de ésta que estaba de visita en la casa) pidió bagre, patatas fritas, costillas de ternera, ensalada de col, helado de vainilla y coca-cola. En la penitenciaría de Parchaman, en Misisipi.
William Glen Boyd, de 45 y sentenciado a muerte por el asesinato de un matrimonio de ancianos, pidió un plato de muslos de pollo, patatas fritas, salsa de manzana, tomates verdes fritos y zumo de naranja. En la penitenciaría de Holman, en Alabama.
Otro día hablo de cadáveres enterrados en el mar de no se sabe dónde y de lo que ocurre en las suites de un hotel de Manhattan cuando entra una mucama sin avisar. Hoy me duele la barriga.
sábado, 9 de abril de 2011
La asombrosa precisión de las onomatopeyas
Cuando no se tienen metáforas ni palabras a las que agarrarse, uno recurre a las onomatopeyas, que son puñetazos de lirismo atropellado. Hace unos días irrumpió un economista de pajarita y bigote exquistamente recortado en mi desayuno con periódico. Le preguntaban sobre el último dato del paro en EE.UU. La tasa de desempleo bajó en marzo de 8,9 % a 8,8 %. El economista, con uno de esos apellidos repletos de consonantes que se atragantan en la garganta y hacen implorar por la delicada claridad de una vocal, dijo lo siguiente.
Mi reacción fue "fíu". Eso es mejor que "agh" pero no tan bueno como "guau" / My reaction was "phew". That´s better than "ugh" but not as good as "wow".
(Es curioso cómo hasta las onomatopeyas tienen traducción al español. Alguien debería hacer un dicionario de onomatopeyas )
Mi reacción fue "fíu". Eso es mejor que "agh" pero no tan bueno como "guau" / My reaction was "phew". That´s better than "ugh" but not as good as "wow".
(Es curioso cómo hasta las onomatopeyas tienen traducción al español. Alguien debería hacer un dicionario de onomatopeyas )
viernes, 1 de abril de 2011
Modos literarios de vestirse en la ciudad de Nueva York
Ahora que me dispongo a ir al campo, me recuerdo. Así es como se ponen los abrigos en marcha los neoyorquinos del Upper East Side. Idéntico a cómo lo hacen los personajes de los libros de J.D Salinger sobre la familia Glass que leo en los autobuses S4 y S2 del noroeste de Washington D.C.
domingo, 27 de marzo de 2011
La trágica e iluminadora historia de la Sociedad de la Armonía del siglo XIX en Pensylvania
En 1829, sin embargo, como todos los que leáis estas líneas ya sabéis de sobra, Jesucristo no vino. Quizá lo hizo en otro lugar, pero no en Economía, donde se habían mudado en 1825 tras una nueva y rentable operación urbanística. A Rapp y a los suyos, obviamente, se les vino el mundo encima. Eran una escisión de los luteranos y no llevaban bien eso de mentir, y menos en algo relacionado con Jesucristo. Como además de luteranos y alemanes eran prágmáticos y nada tontos, decidieron mantener la comunidad socialista de Economía. Una cosa es que Jesucristo no llegue y otra mandar al carajo el esfuerzo de tres décadas de un plumazo. Quizá había sido un problema de fechas, se dijeron.
Jesucristo no llegó pero, lógicamente, alguien aprovechó la grieta en la credibilidad de Rapp para proponer una sucesión al frente de la Armonía que empezaba a titubear. El debate se centró en torno al celibato (ya que Jesús no viene, vamos a disfrutar un poco de las tentaciones terrestes). Los armonistas practicaban el celibato ya que, según Rapp, Jesucristo no tenía genitales (ni masculinos ni femeninos) y debía esperarse su llegada de la manera más pura posible: en su opinión, la procreación generaba "desarmonías". Tras una acolarada campaña electoral en la que no faltó el juego sucio ni diversas "licencias legislativas", ganó la opción de Rapp, aunque casi un tercio de los armonistas dejaron la comunidad. En la victoria, como tantas veces en la historia, se encontraba también el germen de su propia derrota. Rapp murió en 1847, aun esperando (también era paciente). Pero la vida en Economía continuó según los preceptos del fundador. Trabajo, celibato, y alguna cerveza ocasional. (Cuando afloraban las dudas, se iban al laberinto de la Armonía, preferentemente tras las cervezas)
Lo más interesante es el final. La Sociedad de la Armonía siguió fiel a su voto de no procreación, y también fieles a sus buenas dotes comerciales. La comunidad daba buenos dividendos. Sin embargo, había un problema acuciante. Los armonistas se estaban haciendo viejos y, claro, no podían confiar en siguientes generaciones de armonistas porque NO podían procrear. Los avejentados armonistas mantuvieron su tozudez iluminada y llegaron a las últimas décadas del siglo XIX contratando a trabajadores no armonistas para que laborasen el campo. Desgraciadamente, Jesucristo seguía sin venir, y lo que era peor, muchos de los armonistas habían MUERTO. La población fue diezmando progresivamente. En 1905, apenas quedaba menos de una decena de armonistas quienes decidieron vender lo que quedaba de Economía. Los líderes de entonces, John y Sussana Duss, repartieron los beneficios, y se retiraron. No se puede decir que no lo intentaran.
Hoy Economía se llama Ambridge, y sigue en el sur de Pensylvania, aunque ya sin armonistas. El laberinto de la Armonía ha desaparecido.
martes, 15 de marzo de 2011
Un tupperware de lentejas atraviesa el escáner del Departamento de Estado
Siempre se acaba volviendo a las lentejas. Tanto como metáfora como rotundo plato de comida. El acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos es como se espera que sea el acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos: es decir, un coñazo. Cuando las cosas son un coñazo es, en muchas ocasiones, cuando uno aprende a mirar con mirada fresca y poética. En eso pensaba mientras me escaneaban de arriba abajo, de adelante atrás, de uno y otro perfil. Era un día hermoso y frío de marzo. Había cuatro agentes de seguridad en una sala acristalada de apenas cuatro por cuatro metros. Auscultan mis silueta en rayos X. Sin un gesto, ni bueno ni malo. Impertérritos tras sus gafas de sol a prueba de lanzallamas, me señalan la mochila.
- Lleva comida - me dice uno de ellos, cualquiera, porque son todos iguales, intercambiables entre sí.
- Sí, lentejas - digo.
- Sáquela, por favor - me ordena con delicadeza y sin atisbo de agresividad, a pesar de tener esposas, y porra y varios revólveres alrededor de su cintura, y unos bíceps del tamaño de mi muslo.
Las saco, quiero decir, saco el tupperware donde llevo las lentejas (lentejas con arroz, patata, chorizo, brócoli y zanahoria).
- Ábralo - dice.
- ¿Que abra el tupperware? - me oigo decir. El sentido del ridículo, un sentido poco desarrollado por los estadounidenses (una de sus grandes virtudes), se agolpa cosquilleante en mi cogote criado en la Vieja Europa. Trago saliva.
- Sí, ábralo - Lo dice como quien relata la tabla de multiplicar.
Levanto la tapa de plástico color verde pistacho, y aparecen, como una revelación celestial, como un extraño mineral venido de otro planeta, las lentejas con arroz y patatas y zanahoria y brócoli. Me quedo unos segundos contemplando perplejo el tupperware abierto en medio de la sala de prensa de acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos.
- Ok, Ya puede cerrarlo. Adelante. Que tenga un buen día. Siguiente - dice el agente, y rompe el encantamiento, la magia del momento con un súbito machetazo de sentido común. Tardo unos minutos en recuperarme. Luego aparece Hillary Clinton, pero ésa ya es otra historia.
- Lleva comida - me dice uno de ellos, cualquiera, porque son todos iguales, intercambiables entre sí.
- Sí, lentejas - digo.
- Sáquela, por favor - me ordena con delicadeza y sin atisbo de agresividad, a pesar de tener esposas, y porra y varios revólveres alrededor de su cintura, y unos bíceps del tamaño de mi muslo.
Las saco, quiero decir, saco el tupperware donde llevo las lentejas (lentejas con arroz, patata, chorizo, brócoli y zanahoria).
- Ábralo - dice.
- ¿Que abra el tupperware? - me oigo decir. El sentido del ridículo, un sentido poco desarrollado por los estadounidenses (una de sus grandes virtudes), se agolpa cosquilleante en mi cogote criado en la Vieja Europa. Trago saliva.
- Sí, ábralo - Lo dice como quien relata la tabla de multiplicar.
Levanto la tapa de plástico color verde pistacho, y aparecen, como una revelación celestial, como un extraño mineral venido de otro planeta, las lentejas con arroz y patatas y zanahoria y brócoli. Me quedo unos segundos contemplando perplejo el tupperware abierto en medio de la sala de prensa de acceso al Departamento de Estado de Estados Unidos.
- Ok, Ya puede cerrarlo. Adelante. Que tenga un buen día. Siguiente - dice el agente, y rompe el encantamiento, la magia del momento con un súbito machetazo de sentido común. Tardo unos minutos en recuperarme. Luego aparece Hillary Clinton, pero ésa ya es otra historia.
viernes, 4 de marzo de 2011
¿A qué suena Washington D.C?
Hoy le cedo la palabra al amigo Gil Scott-Heron: washingtoniano ilustre, poeta sin pluma y rey sin trono. Aquí nos explica la ciudad mientras pasea en un día de verano por las orillas del río Potomac. De su disco "Moving target", de 1982.
domingo, 27 de febrero de 2011
Los policías imitan a la televisión en el Distrito de Columbia
El taxista habla con uno de esos extraños aparatos que parecen caracoles digitales engarzados en la oreja. "Manos libres, en el volante", me dice con los brazos alzados. Estamos en el cruce de la V con la 16, medianoche de un jueves. Un coche de policía yanqui que acaba de adelantarnos saltándose un semáforo en rojo, con las luces parpadenado en azul y rojo, frena y coloca la marcha atrás. Retrocede, y se pone a nuestra altura. Con mirada que ya he visto mil veces en el cine (uno de los problemas de EEUU es que ya has visto todo, ABSOLUTAMENTE TODO, antes de llegar, en la pantalla de cine), lanza un exhaustivo repaso ocular del taxista. Que alza, de nuevo, las manos y sonríe."Buenas noches, oficial. ¿Algún problema?". El policía, claro, no sonríe, está prohibido por ley. "Pensé que estaba hablando por teléfono mientras conducía. Conduzca con cuidado y responsabilidad. Buenas noches", dice sin un cigarrillo en la boca pero como si tuviese la brasa de uno a punto de quemarle los labios. La vida imita a la televisión en EE.UU, pienso. Finalmente, el oficial de la policía del Distrito de Columbia arranca y se salta otro semáforo en rojo.
- Ve, amigo, cómo funcionan los policías aquí. No tienen nada que hacer, no quieren perseguir a los verdaderos criminales de Capitol Hill y se dedican a molestar a los taxistas. Pero, por lo menos, aquí se puede hablar con los policías. Conversan, dialogan, ¿sabe a lo que me refiero? De donde yo vengo, no ocurre así. Tienes que pagar, sobornar. O te dan una paliza. Siempre quieren dinero. Aquí el dinero no funciona con los policías. Es una pena. Amigo, parece mentira, pero a veces echo de menos los sobornos.Jajaajajaja. ¿Que de donde vengo? Del oeste de Oriente, amigo. Del oeste de Oriente. ¿Y ustéd?-, me dice conversando a través del espejo retrovisor.
- ¿Yo? Del sur del norte-, respondo. Al llegar a casa, trato de imaginarme un mapa dibujado con las indicaciones que acabamos de darnos mutuamente. Sin éxito, claro.
- Ve, amigo, cómo funcionan los policías aquí. No tienen nada que hacer, no quieren perseguir a los verdaderos criminales de Capitol Hill y se dedican a molestar a los taxistas. Pero, por lo menos, aquí se puede hablar con los policías. Conversan, dialogan, ¿sabe a lo que me refiero? De donde yo vengo, no ocurre así. Tienes que pagar, sobornar. O te dan una paliza. Siempre quieren dinero. Aquí el dinero no funciona con los policías. Es una pena. Amigo, parece mentira, pero a veces echo de menos los sobornos.Jajaajajaja. ¿Que de donde vengo? Del oeste de Oriente, amigo. Del oeste de Oriente. ¿Y ustéd?-, me dice conversando a través del espejo retrovisor.
- ¿Yo? Del sur del norte-, respondo. Al llegar a casa, trato de imaginarme un mapa dibujado con las indicaciones que acabamos de darnos mutuamente. Sin éxito, claro.
martes, 22 de febrero de 2011
Las alubias rojas y el arroz y todo ese jazz de Nueva Orleans
En la edición del jueves 16 de julio de 1981 del Washington Post, aparecían varias recetas sobre cómo se cocinan las alubias rojas con arroz en Nueva Orleans.
"Algunos las prefieren cocinadas como un puré, otros insisten en que deben cocinarse enteras. Algunos las cuecen con apio, otros argumentan que añadir apio "hace que todo sepa como a sopa". También hay gente que ponen a remojo las alubias la noche antes, y otras las vuelven a rehogar con cerveza tras la noche bajo el agua. Hat que gente las come con pan de maíz y otros , en cambio, con baguettes. Algunos las comen frías, untadas sobre pan de sándwich. Pero en Nueva Orleans, hay algunas normas que no aceptan discusión. Hay que comer las alubias rojas los lunes. Incluso las escuelas públicas las sirven una vez a la semana. Y sobre todas las cosas, todo el mundo en Nueva Orleans sabe que nadie en la ciudad cocina las alubias rojas tan bien como ellos mismos".
Hace dos semanas, en 2011, me compré este disco de la Eureka Brass Band de Nueva Orleans en Sam Records, un pequeño sótano en la esquina de la calle 14 y la U del noroeste de Washington. El mismo vinilo que escucho ahora mientras tecleo. Me costó 5 dólares con 99 centavos. Fue publicado originalmente por el sello Atlantic en 1962. El día que lo saqué para escucharlo por primera vez, se cayó el recorte del Washington Post arriba mencionado, bajo el título "Cocinando alubias rojas y arroz y tocando todo ese jazz". El disco tiene, por tanto, 49 años. El recorte de prensa casi 30. Entre medias, yo, con 32. ¿Qué fue de la persona que lo compró entonces y, tiempo después, se decidió a venderlo, tras guardar dentro el recorte de prensa de las alubias? ¿Se olvidó entonces de que lo había guardado o era un mensaje para futuros amantes del jazz y las alubias rojas del siglo XXI?
"Algunos las prefieren cocinadas como un puré, otros insisten en que deben cocinarse enteras. Algunos las cuecen con apio, otros argumentan que añadir apio "hace que todo sepa como a sopa". También hay gente que ponen a remojo las alubias la noche antes, y otras las vuelven a rehogar con cerveza tras la noche bajo el agua. Hat que gente las come con pan de maíz y otros , en cambio, con baguettes. Algunos las comen frías, untadas sobre pan de sándwich. Pero en Nueva Orleans, hay algunas normas que no aceptan discusión. Hay que comer las alubias rojas los lunes. Incluso las escuelas públicas las sirven una vez a la semana. Y sobre todas las cosas, todo el mundo en Nueva Orleans sabe que nadie en la ciudad cocina las alubias rojas tan bien como ellos mismos".
Hace dos semanas, en 2011, me compré este disco de la Eureka Brass Band de Nueva Orleans en Sam Records, un pequeño sótano en la esquina de la calle 14 y la U del noroeste de Washington. El mismo vinilo que escucho ahora mientras tecleo. Me costó 5 dólares con 99 centavos. Fue publicado originalmente por el sello Atlantic en 1962. El día que lo saqué para escucharlo por primera vez, se cayó el recorte del Washington Post arriba mencionado, bajo el título "Cocinando alubias rojas y arroz y tocando todo ese jazz". El disco tiene, por tanto, 49 años. El recorte de prensa casi 30. Entre medias, yo, con 32. ¿Qué fue de la persona que lo compró entonces y, tiempo después, se decidió a venderlo, tras guardar dentro el recorte de prensa de las alubias? ¿Se olvidó entonces de que lo había guardado o era un mensaje para futuros amantes del jazz y las alubias rojas del siglo XXI?
miércoles, 16 de febrero de 2011
La peculiar educación vial de las ardillas de Adams Morgan
En Washington hay miles de ardillas. La pasada semana, en la calle 18, en el barrio de Adams Morgan, me crucé con una ardilla estadounidense que atravesaba la calle por un paso de cebra. Pude haberlo soñado, desde luego, pero juraría que esperó a que estuviese el semáforo en verde para avanzar. Y que me lanzó una mirada de desaprobación al ver que yo comenzaba a caminar con el disco aún en rojo. Estuve a punto de voltearme y pedirle disculpas. En inglés, claro. No lo hice y esa noche no pude conciliar el sueño hasta bien entrada la noche.
sábado, 12 de febrero de 2011
La ciudad con más espías del planeta
Es Washington D.C. Así te reciben en el maravilloso Museo del Espía, al lado de Chinatown. En Washington hay todos los museos que te puedas imaginar, y todos son gratis. La causa hay que buscarla en un científico y filántropo británico, James Smithson, que, curiosamente, nunca puso un pie en Estados Unidos. Murió en 1829. En su testamento dejó escrito que si su sobrino, Henry James Hungerford, moría sin descendencia, toda su herencia y propiedades irían al Gobierno de EE.UU para crear una institución destinada a la "difusión del conocimiento entre los hombres". Su sobrino falleció sin hijos, claro. Por eso estoy escribiendo estas líneas. En fin, divago. A lo que iba. El Museo del Espía no tiene nada que ver con Smithson y hay que pagar. Pero merece la pena. Los espías en D.C son tan buenos que aún no he visto ninguno. En el museo aprendes a camuflarte e inventarte una identidad falsa (como si la propia no fuese ya bastante falsa de por sí) y a enviar mensajes encriptados y a desconfiar de todos y de todo. Es sumamente instructivo sobre la naturaleza humana. Te cuentan las historias de espías pasados y presentes. Y aprendes a mirar con el cogote sin girar la nuca. Los motivos del espía se clasifican, básicamente, en tres categorías: por rencor, por dinero y por ideología política. La tercera categoría siempre me ha parecido la más difusa y endeble. Las otras dos poseen una rotundidad inapelable, creo. Hablo en términos de naturaleza humana, repito. Sólo hay que echarle un vistazo a cualquier libro de historia medianamente competente.
Lo que más me llamó la atención fue la historia de la Guerra Fría que acatarró a los espías de las dos potencias resultantes de la II Guerra Mundial: URSS y EEUU. A finales de los 60, para tratar de descongelar las relaciones y poner algo de teatro la ya bastante teatral trama, Moscú y Washington decidieron firmar un documento para la construcción de sus respectivas embajadas en territorio "enemigo". Tardaron más de 20 años en completar el trabajo porque los servicios secretos de ambos países no paraban de encontrarse, mutuamente, micrófonos, compartimentos secretos y otros cachivaches sospechosos. Claro, uno se lo echaba en cara al otro y amenzaba con sanciones diplomáticas, pero de repente aparecía algo similar en la otra embajada. Un partido de ping-pong entre tipos con gafas de sol y gabardina, me imagino. Al final decidieron, dejar acabar las embajadas con un espionaje tolerable por ambas partes. El sentido común se impuso, o la impaciencia. El acuerdo para la construcción de ambas legaciones diplomáticas comenzaba hablando "desde la confianza y el respeto mutuo". Tal cual.
Lo que más me llamó la atención fue la historia de la Guerra Fría que acatarró a los espías de las dos potencias resultantes de la II Guerra Mundial: URSS y EEUU. A finales de los 60, para tratar de descongelar las relaciones y poner algo de teatro la ya bastante teatral trama, Moscú y Washington decidieron firmar un documento para la construcción de sus respectivas embajadas en territorio "enemigo". Tardaron más de 20 años en completar el trabajo porque los servicios secretos de ambos países no paraban de encontrarse, mutuamente, micrófonos, compartimentos secretos y otros cachivaches sospechosos. Claro, uno se lo echaba en cara al otro y amenzaba con sanciones diplomáticas, pero de repente aparecía algo similar en la otra embajada. Un partido de ping-pong entre tipos con gafas de sol y gabardina, me imagino. Al final decidieron, dejar acabar las embajadas con un espionaje tolerable por ambas partes. El sentido común se impuso, o la impaciencia. El acuerdo para la construcción de ambas legaciones diplomáticas comenzaba hablando "desde la confianza y el respeto mutuo". Tal cual.
lunes, 7 de febrero de 2011
Acojonan los meteorólogos yanquis
Asustan. Los pronósticos del tiempo en Estados Unidos son una ciencia matemática. No fallan jamás. Asustan, más si cabe, si vienes de un país como España donde el pronóstico del tiempo es una ciencia de barra de bar, plagada de tiempos condicionales y en la que las pasiones están por encima, muy por encima, de los hechos. Como el fútbol.
Aquí no sólo aciertan a la hora de decir si va a llover o nevar. Aquí te dicen a qué hora va a empezar a llover o a nevar y cuándo va a parar. Desde mi ventana se ve la Casa Blanca, que aun cuando no nieva sigue siendo blanca. Ocurrió hace unas semanas. Los meteorólogos habían señalado que los primeros copos de nieve comenzarían a caer a las 5 de la tarde. A las 4.55 pm estábamos mirando por la ventana. No había copos, sólo una frágiles y difusas gotas de aguanieve habían caído a la hora de comer, sin dejar rastro. Yo, incrédulo, comenzaba a celebrar la victoria de mi escepticismo. Iluso, me dijeron, date al vuelta. Turn around. Eran las 5.01 pm y los copos de nieve cubrían el paisaje desde mi ventana como en uno de esas estúpidas esferas navideñas que tienes que dar la vuelta para que la escena idílica se llene de copos de nieve en miniatura. Ya no se veía la Casa Blanca. A las 8.45 pm, la nieve remitiría. Lo hizo, claro, con puntualidad. Y yo caminé entre las calles nevadas con el miedo en el cuerpo, mirando hacia el cielo y las ventanas y dándome la vuelta, por si me espiaban. Buscando a los meteorólogos, que me imagino como duendes de rasgos monstruosos, ocupados entre probetas humeantes y extraños alambiques en sótanos oscuros apenas iluminados por la pálida luz de los ordenadores. Es de agradecer su precisión, desde luego hacen bien su trabajo, trato de tranquilizarme. Sin embargo, no puedo dejar de inquietarme. Como si pudiesen controlar y predecir también mi vida con sólo añadir un mechón de pelo o un trozo de uña a uno de sus estrambóticos aparatos. Acojonan los meteorólogos, me iba diciendo entre la ventisca de la tarde. Acojonan los meteorólogos yanquis, repito.
Aquí no sólo aciertan a la hora de decir si va a llover o nevar. Aquí te dicen a qué hora va a empezar a llover o a nevar y cuándo va a parar. Desde mi ventana se ve la Casa Blanca, que aun cuando no nieva sigue siendo blanca. Ocurrió hace unas semanas. Los meteorólogos habían señalado que los primeros copos de nieve comenzarían a caer a las 5 de la tarde. A las 4.55 pm estábamos mirando por la ventana. No había copos, sólo una frágiles y difusas gotas de aguanieve habían caído a la hora de comer, sin dejar rastro. Yo, incrédulo, comenzaba a celebrar la victoria de mi escepticismo. Iluso, me dijeron, date al vuelta. Turn around. Eran las 5.01 pm y los copos de nieve cubrían el paisaje desde mi ventana como en uno de esas estúpidas esferas navideñas que tienes que dar la vuelta para que la escena idílica se llene de copos de nieve en miniatura. Ya no se veía la Casa Blanca. A las 8.45 pm, la nieve remitiría. Lo hizo, claro, con puntualidad. Y yo caminé entre las calles nevadas con el miedo en el cuerpo, mirando hacia el cielo y las ventanas y dándome la vuelta, por si me espiaban. Buscando a los meteorólogos, que me imagino como duendes de rasgos monstruosos, ocupados entre probetas humeantes y extraños alambiques en sótanos oscuros apenas iluminados por la pálida luz de los ordenadores. Es de agradecer su precisión, desde luego hacen bien su trabajo, trato de tranquilizarme. Sin embargo, no puedo dejar de inquietarme. Como si pudiesen controlar y predecir también mi vida con sólo añadir un mechón de pelo o un trozo de uña a uno de sus estrambóticos aparatos. Acojonan los meteorólogos, me iba diciendo entre la ventisca de la tarde. Acojonan los meteorólogos yanquis, repito.
martes, 1 de febrero de 2011
La mujer que hizo que la ciudad de Washington se llame Washington
Es decir, la mujer de George Washington. Porque George Washington, padre de la patria, no tenía dinero ni posición social suficiente para convertirse en el primer presidente de los Estados Unidos de América, entre 1775 y 1783, por sí solo. Por ello, se arrimó a Martha Dandridge Custis, una opulenta viuda virginiana (de Virginia, quiero decir) con solvencia, tierras y reputación sobradas, con la que se casó, a los 27 años de edad (ella tenía la misma edad), en 1759. George, de la mano de Martha, llegó a ser lo que fue. El jefe militar que derrotó a los ingleses en la Guerra de la Independencia, y un capítulo aparte en todos los libros de texto de esta parte del mundo. No tuvieron hijos, pero criaron con "afecto y esmero" (o eso, al menos, dicen los historiadores), los dos hijos del primer matrimonio de Martha. Todavía se conserva la hacienda de Mount Vernon, al otro lado del río Potomac, donde se retiraron en 1783, y en la que pastan, aún hoy, unos cuantos centenares de ovejas y vacas. Lo sé porque llegamos hasta la puerta pero no nos dejaron pasar, llegamos tarde. Eran las tres de la tarde. Aquí se levantan antes y se acuestan antes. Lo hacen todo antes. Las ovejas, que vimos desde el otro lado de la garita donde se compra la entrada, pastaban tranquilamente bajo el sol otoñal. Era una escena idílica. Nosotros comíamos manzanas. Tampoco había mucha diferencia entre las ovejas y nosotros, la verdad.
En casa, a la noche, leí estas frases sobre George Washington que me impactaron notablemente:
"Siempre tuvo problemas con su aspecto. Nunca llevaba peluca, que consideraba indecorosa, pero se vestía y empolvaba su pelo cuidadosamente, y se lo ataba con un lazo de terciopelo llamado en la época "solitario". Se rompió los dientes cascando nueces de pequeño y los reemplazó por unos falsos de marfil de hipopótamo que era consciente que le desencajaban la mandíbula.. Odiaba la nueva costumbre americana de darse la mano con todo el mundo a modo de saludo, y en su lugar seguía haciendo reverencias. Podía lanzar piedras a enormes distancias y le gustaba mostrar este talento para impresionar a la gente".
Me parecen unas excelentes líneas para dibujar una biografía. Me gustaría saber qué opinaría Martha de ellas. En los retratos de Washington, si uno se acerca lo suficiente, se pueden percibir, sucintamente, los dientes de marfil de hipopótamo. Parece que sonríe, pero no. En su caso, es totalmente pertinente la expresión: "sonrisa postiza".
En casa, a la noche, leí estas frases sobre George Washington que me impactaron notablemente:
"Siempre tuvo problemas con su aspecto. Nunca llevaba peluca, que consideraba indecorosa, pero se vestía y empolvaba su pelo cuidadosamente, y se lo ataba con un lazo de terciopelo llamado en la época "solitario". Se rompió los dientes cascando nueces de pequeño y los reemplazó por unos falsos de marfil de hipopótamo que era consciente que le desencajaban la mandíbula.. Odiaba la nueva costumbre americana de darse la mano con todo el mundo a modo de saludo, y en su lugar seguía haciendo reverencias. Podía lanzar piedras a enormes distancias y le gustaba mostrar este talento para impresionar a la gente".
Me parecen unas excelentes líneas para dibujar una biografía. Me gustaría saber qué opinaría Martha de ellas. En los retratos de Washington, si uno se acerca lo suficiente, se pueden percibir, sucintamente, los dientes de marfil de hipopótamo. Parece que sonríe, pero no. En su caso, es totalmente pertinente la expresión: "sonrisa postiza".
jueves, 27 de enero de 2011
Invierno en la esquina de la calle 15 con la H
La esquina de la calle 15 con la H. El downtown de Washington DC es uno de los lugares más tenebrosos y aterradores del mundo en invierno. Al menos, en los que yo he estado. El día de Navidad, especialmente, el aspecto es dantesco. El fin del mundo probablemente sea un día frío y de cielo claro. Como los inviernos en Washington. Dan ganas de que lleguen los extraterrestres a invadirnos, aun que sólo sea para hacernos compañía. No hay nada más que "homeless" que se desperezan o retozan (es un decir) en su improvisadas camas de cemento y cartón.
El viento es una lengua gélida que parece provenir directamente del Polo Norte. Se mete en los oídos como un relámpago helado, y no sale. Te deja sordo y te come el alma, mientras patinas como una bailarina en los invisibles tramos helados. No hay un alma, suponiendo que aún nos quede, y la gente mata por un café caliente, se ve en la mirada de los escasos transeúntes. Apenas pasan los coches. Sólo taxis con etíopes al volante que conducen ateridos de frío envueltos en bufandas de cuadros.
Lo de por qué todos los taxis de Washington DC son conducidos exclusivamente por etíopes creo que lo estudian en los posgrados de Ciencia Política de la pizpireta Universidad de Georgetown. O, al menos, deberían proponerlo como materia de estudios (especialmente, su pasión por las bufandas de cuadros). Otro día me meto en ello y sus peculiares maneras de entender las relaciones raciales.
El viento es una lengua gélida que parece provenir directamente del Polo Norte. Se mete en los oídos como un relámpago helado, y no sale. Te deja sordo y te come el alma, mientras patinas como una bailarina en los invisibles tramos helados. No hay un alma, suponiendo que aún nos quede, y la gente mata por un café caliente, se ve en la mirada de los escasos transeúntes. Apenas pasan los coches. Sólo taxis con etíopes al volante que conducen ateridos de frío envueltos en bufandas de cuadros.
Lo de por qué todos los taxis de Washington DC son conducidos exclusivamente por etíopes creo que lo estudian en los posgrados de Ciencia Política de la pizpireta Universidad de Georgetown. O, al menos, deberían proponerlo como materia de estudios (especialmente, su pasión por las bufandas de cuadros). Otro día me meto en ello y sus peculiares maneras de entender las relaciones raciales.
domingo, 23 de enero de 2011
El demonio de Prospect Street
En la azucarada maqueta de merengue y caramelo que es Georgetown, una especie de casa de muñecas de las buenas intenciones y lo políticamente correcto, vive el demonio. Gracias a Dios, y afortunadamente, se podría añadir. Lo digo sin ofender. Aunque sea por compensar. (Aún recuerdo con claridad mi ceremonia católica de Confirmación, en la iglesia del pueblo, allá por la última década del siglo pasado, cuando el párroco me preguntó si creía en la existencia del Ángel Caído. Y respondí con seriedad, acierto y determinanción, ocultando no sin esfuerzo las ganas de sonreír de mi incipiente bigote adolescente: "Sí, creo").
El demonio habita en la 3600 de Prospect Street, en el noroeste de la ciudad, muy cerca del río Potomac. Estas son las escaleras donde se filmó El Exorcista, allá por 1973. La gente visita el Capitolio y luego se va a tomar un helado "donde el Exorcista". Lo dicen esas Biblias laicas de la posmodernidad que son las guías turísticas. También claramente los billetes de dólar se refieren a la cuestión: "In God we trust" (En Dios confiamos). Y, mientras tanto, los washingtonianos bajan y suben las escalares, sin saber a qué atenerse, al calor estéril de los flashes de las cámaras digitales de los turistas universales, parpadeando deslumbrados por los destellos fugaces.
El demonio habita en la 3600 de Prospect Street, en el noroeste de la ciudad, muy cerca del río Potomac. Estas son las escaleras donde se filmó El Exorcista, allá por 1973. La gente visita el Capitolio y luego se va a tomar un helado "donde el Exorcista". Lo dicen esas Biblias laicas de la posmodernidad que son las guías turísticas. También claramente los billetes de dólar se refieren a la cuestión: "In God we trust" (En Dios confiamos). Y, mientras tanto, los washingtonianos bajan y suben las escalares, sin saber a qué atenerse, al calor estéril de los flashes de las cámaras digitales de los turistas universales, parpadeando deslumbrados por los destellos fugaces.
martes, 18 de enero de 2011
Bajorrelieve del siglo XXI en Newton Street
En la capital de Estados Unidos vive el Presidente y la Primera Dama; el Vicepresidente y su Esposa; la secretaria de Estado que, curiosamente, es esposa de un antiguo presidente del país y que, por tanto, también fue primera dama. Están los jueces de la Corte Suprema, el centenar de miembros del Senado, y los 435 miembros de la Casa de Representantes. También está la Biblioteca del Congreso y los Archivos de los Estados Unidos de América. Hay multitud de historiadores, incluso historiadores del olvido, como el de la calle N de Georgetown, entre la 22 y la 23.
Es bueno que así sea, y que todos ellos se crucen en las calles de Washington DC, y que convivan con el anónimo historiador popular autor del bajorrelieve de Newton Street que ilustra esta entrada. Unos genitales masculinos esbozados en el cemento antes de que secase, probablemente a comienzos del siglo XXI. (En la fecha exacta no se ponen de acuerdo los expertos). Aquí, en el Distrito de Columbia, la historia se escribe desde el suelo. Caminar por las calles de Washington DC es pisar las páginas de la historia contemporánea, rezaba un folleto publicitario que me dieron en el aeropuerto internacional de Dulles a finales de 2010. Lo creo a pies juntillas. Por ello, mi más sentido homenaje, desde aquí, para el brillante historiador popular de calle Newton.
Es bueno que así sea, y que todos ellos se crucen en las calles de Washington DC, y que convivan con el anónimo historiador popular autor del bajorrelieve de Newton Street que ilustra esta entrada. Unos genitales masculinos esbozados en el cemento antes de que secase, probablemente a comienzos del siglo XXI. (En la fecha exacta no se ponen de acuerdo los expertos). Aquí, en el Distrito de Columbia, la historia se escribe desde el suelo. Caminar por las calles de Washington DC es pisar las páginas de la historia contemporánea, rezaba un folleto publicitario que me dieron en el aeropuerto internacional de Dulles a finales de 2010. Lo creo a pies juntillas. Por ello, mi más sentido homenaje, desde aquí, para el brillante historiador popular de calle Newton.
viernes, 14 de enero de 2011
Lo ocurrido en 1897 en Georgetown
Conviene comenzar por el principio. La Historia es el principio. En una ciudad como Washington, capital de los Estados Unidos de América ubicada en el Distrito de Columbia, todo aparece teñido por el barniz de la historia. Todos los profesores que he tenido de Historia tenían barba. Incluso las profesoras. Ahora mismo, tecleo con barba. Sin embargo, soy un enamorado de los bigotes. Que vienen a ser a la barba, lo que el periodismo a la Historia. Estas serán, pues, unas crónicas sobre lentejas, bigotes y laptops. Bigote en el sentido amplio: más allá de la limitada acepción de pelo-que-nace-en-el-labio-superior El bigote como espacio mental.. El bigote, como las lentejas, los laptops y la historia, es una manera de ver la vida. Hay otras, aquí va la mía.
Decía que en una ciudad como Washington D.C., en la que hasta las papeleras tienen un doctorado en Historia Contemporánea, se agradecen placas como la que inaugura estos escritos, prescindibles por otra parte. "En este lugar en 1897 no sucedió nada", reza la puerta de esta casa dela calle N, entre la 22 y la 23 de Georgetown. Es, obviamente, una mentira flagrante. Seguro que ocurrieron miles de cosas durante ese año. Por ello, precisamente, la importancia de la placa.
Desde aquí mi más rendido homenaje al forjador del olvido que se esconde tras la placa. Se levanta el telón.
Decía que en una ciudad como Washington D.C., en la que hasta las papeleras tienen un doctorado en Historia Contemporánea, se agradecen placas como la que inaugura estos escritos, prescindibles por otra parte. "En este lugar en 1897 no sucedió nada", reza la puerta de esta casa dela calle N, entre la 22 y la 23 de Georgetown. Es, obviamente, una mentira flagrante. Seguro que ocurrieron miles de cosas durante ese año. Por ello, precisamente, la importancia de la placa.
Desde aquí mi más rendido homenaje al forjador del olvido que se esconde tras la placa. Se levanta el telón.
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